17 nov 2009

Las retóricas de la inseguridad y la angustia de los famosos Por Ricardo Forster

Cuando los temas gruesos de la política o de la economía dejan de ocupar las primeras planas de los diarios, cuando aquello que fue tema de debate y de conflicto (como por ejemplo la cuasi batalla campal suscitada por la ley de medios) sigue un curso más mesurado y las partes toman una cierta distancia de la lógica de la beligerancia, lo que vuelve recurrentemente sobre la escena nacional es la cuestión de la inseguridad. Cada tanto los fantasmas de la violencia y del caos regresan sobre nuestras atribuladas vidas como si siempre hubieran estado allí acechándonos. Voces famosas, de esas que ocupan las principales horas de las pantallas televisivas y que van forjando el sentido común de importantes sectores de la sociedad, suelen despertarse de su letargo para exigir medidas fuertes y contundentes contra los revoltosos de todo pelaje (y ahí se mezclan piqueteros que cortan el tránsito, delincuentes que ponen en peligro nuestras vidas y nuestras propiedades, vagos y otras lacras sociales que pululan entre nosotros, según la particular taxonomía de esos ciudadanos ejemplares). La retórica es siempre la misma: llegó la hora de actuar, de tomar decisiones que les sirvan a los ciudadanos decentes y que impidan que las hordas de marginales, esas que provienen de los suburbios oscuros, de esos barrios en los que jamás han puesto sus pies los triunfadores de la época, invadan las zonas pulcras y acomodadas. La palabra que se repite cada vez con menos pudor es una que tiene una larga y triste prosapia entre nosotros: represión. Eso es lo que desean las luminarias televisivas, los cultores de un sentido común que sólo toman la palabra para criminalizar a los pobres o para demandarle al gobierno “mano dura”. Desplazados otros problemas lo que repiquetea insistente y obsesivamente desde los medios masivos de comunicación es la voz de alarma, la constante exposición de una vida cotidiana transformada en una réplica del infierno.

La inseguridad no es un tema menor, nunca lo fue y toda forma de organización social necesita resolver aquello que puede desestructurarla. El miedo ante lo imprevisto que asume la forma de la violencia urbana, del asalto y del caos no constituye una cuestión ni lineal ni evidente de suyo. No se trata de resolver el problema apelando al recurso de echarle toda la culpa a la manipulación mediática aunque su papel no es menor y marca el ritmo de la presencia o la ausencia de la inseguridad en la agenda pública; tampoco resulta convincente hacer como el avestruz y ocultar la cabeza ante problemas reales que angustian a los habitantes de las grandes ciudades en una época en que las formas de la convivencialidad hace mucho tiempo han caído en desuso. Pero no resulta para nada ingenuo que las voces que suelen levantarse para pedir orden y disciplinamiento sean las de aquellos que lo que defienden son sus privilegios y su seguridad sin importarles los padecimientos, las injusticias y las penurias por que atraviesan los sectores más débiles, esos mismos sobre los que se exige que caiga todo el peso de la represión.

Lo que no dicen esos cultores del autoritarismo capilar que rápidamente suele devenir en fascismo del sentido común (basta viajar en algunos taxis de Buenos Aires o escuchar a ciertas estrellas de la televisión para dar ese salto de vértigo hacia lo peor de nuestros prejuicios) es que la multiplicación de la desigualdad y la pobreza están en la base de nuestras vicisitudes. Lo que no alcanzan a pensar es que sus privilegios son proporcionales a la proliferación de la pobreza allí donde el escándalo de la injusticia no hace más que lanzar a millones de compatriotas a situaciones de extrema miseria que al no resolverse tienden a erosionar la seguridad y la vida cotidiana. ¿Cómo imaginar ciudades más seguras cuando nos alejamos cada vez más de un pasado, que hoy nos parece muy lejano, en el que imperaba una mayor equidad?

Debatir la seguridad es poner en evidencia lo que hemos perdido como sociedad, pero es también transparentar el potencial destructivo de un orden económico-social que en las últimas décadas fundamentalmente se ha cebado con los más débiles. Lo que inauguró el plan de Martínez de Hoz allá por marzo del 76, lo que retomó y profundizó el modelo menemista de la convertibilidad no fue otra cosa que el desmantelamiento sistemático de un modelo de sociedad y de Estado que entre los años 40 y los primeros 70 tendió hacia una mejor y más equitativa distribución de la riqueza (claro que con sus idas y vueltas, sus contradicciones y sus carencias magnificadas por los sectores del establishment económico y militar a lo largo de casi toda nuestra historia). Sin ser aquello una maravilla sí fue, al menos, lo más significativo en términos de derechos y de igualdad que supo desplegarse en el interior de nuestra sociedad. El daño causado por el neoliberalismo no se circunscribió apenas al aparato industrial ni al debilitamiento y el desguace del Estado, su acción depredadora desgarró el tejido social lanzando a la intemperie a millones de argentinos que, en muy poco tiempo, dejaron de ser portadores de derechos para convertirse en habitantes de la más absoluta de las marginalidades. Allí, en esa lógica de la violencia impiadosa del poder económico, hay que ir a buscar el punto de partida de eso que tanto atribula a los buenos ciudadanos de un país que suele invisibilizar a las verdaderas víctimas del sistema para convertirse, ellos, que suelen ser los privilegiados, en las víctimas de la inseguridad. Mientras viajan en sus autos de lujo con vidrios polarizados y se refugian en sus casas hiper vigiladas se muestran como los sujetos de un padecimiento que vuelve todavía más impúdica su prédica a favor de desatar nuevamente en nuestra sociedad las furias de la represión, esa que sólo sirve para proteger sus propiedades y sus riquezas. Ellos quieren vivir como en Montecarlo sin resolver uno solo de los núcleos determinantes de la pobreza; quieren poder circular sin que nada ni nadie se lo impida. Lo insufrible es escuchar a nuestras clases medias y a sectores populares identificarse con el “sufrimiento” de los ricos y famosos.

Poner en una misma bolsa la conflictividad social, la violencia y la inseguridad es una vieja estrategia de los sectores conservadores allí donde supone homologar el justo reclamo de actores o colectivos que luchan por sus derechos con la supuesta proliferación de una violencia anómica que amenaza al conjunto de la sociedad. Es la ideología de quienes son responsables directos de la injusticia y la desigualdad. De lo que se trata es de multiplicar exponencialmente la percepción del caos al mismo tiempo que se borran las huellas que nos conducen a los verdaderos responsables de la pauperización de millones de argentinos. El sistema se borra a sí mismo, oculta que él, y no la pobreza en abstracto, es el verdadero escándalo, ese que por lo general no suele ser denunciado por nuestros obispos ni recibe la atención de los grandes medios de comunicación.

Por eso, el Gobierno se enfrenta a un dilema decisivo allí donde ha resuelto, con criterio democrático indispensable, no reprimir la protesta social al mismo tiempo que no logra mejorar sustancialmente la situación de los más débiles, sabiendo, como lo sabe, que lo segundo sólo se logrará tocando intereses muy poderosos (cuando lo hizo recibió la descarga brutal de las diferentes corporaciones que están siempre dispuestas a defender sus privilegios). Ni más policías, ni “tolerancia cero” a lo Giuliani como desearía Macri en Buenos Aires, ni la construcción de muros como lo intentó fugaz y fallidamente un intendente de San Isidro el año pasado, ni colectas de Cáritas como paliativo ante la impudicia de los poderes económicos que producen cada vez más pobres, serán las alternativas que logren darle mayor seguridad y armonía a la vida de todos los días. Apenas si seguirán transformado el cuerpo del pobre en el receptáculo último de la violencia del sistema sin solucionar, por ello, el temor de las clases medias que, casi siempre, creen que los que están más abajo que ellas, son los responsables de sus angustias, los causantes de sus males y de sus pesadillas.
http://www.elargentino.com/nota-66139-Las-retoricas-de-la-inseguridad-y-la-angustia-de-los-famosos.html