3 abr 2013

Un papa latinoamericano Por Carlos Ciappina *


Reflexiones en perspectiva
La elección de un papa latinoamericano ha trastrocado fuertemente cierta “lejanía” de estos últimos años con la cuestión vaticana y ha puesto a la Iglesia Católica Apostólica y Romana como institución en la agenda mediática, social, política y cultural. ¿Qué desafíos y debates habilita? ¿Qué significados tiene para una América latina que se encuentra en un proceso de integración y búsqueda emancipatoria casi inédito por envergadura y apoyo popular?
Analizar toda la complejidad de una historia de quinientos años desde la perspectiva que intentan instalar los medios hegemónicos (las características personales del nuevo Papa) es de un reduccionismo que poco o nada explica. Pobre valor analítico tiene también la perspectiva de filiación racionalista o iluminista que considera a las creencias un mero “opio de los pueblos”, sin comprender que los sentimientos y creencias religiosos son una experiencia social y cultural que atraviesa clases, ideologías y géneros, y enriquece nuestras sociedades con su multiplicidad. Las cuestiones que habilita debatir para nosotros latinoamericanos son quizá de un orden más profundo y hunden sus raíces en la historia latinoamericana y sus relaciones con la Iglesia Católica.

¿Una institución de dos caras?

La Iglesia Católica, Apostólica y Romana llegó con los europeos y está documentado históricamente el rol devastador que para los pueblos originarios tuvo la imposición del catolicismo: sus culturas, creencias, lenguas, modos de vinculación familiar y social fueron cuestionados y arrasados. El relato de este avasallamiento (que acompañó y justificó la conquista depredatoria europea) proviene de los propios miembros de la Iglesia de la época, quienes dejaron asentado (a modo de crítica o a modo de expresión del triunfo) la “conversión” llevada a cabo a partir de 1492.
A la vez, casi la única institución de la que surgieron voces críticas sobre la situación indígena en el orden colonial fue de miembros de la propia Iglesia. Aquí radica una primera cuestión central en la relación de la Iglesia con la sociedad latinoamericana: ya durante la invasión y conquista surgieron voces críticas que cuestionaron la praxis del poder. Esta perspectiva fue, sin embargo minoritaria. La Iglesia, como institución del poder colonial, estaba hegemonizada por quienes consideraron que nada de lo que preexistía en América era valioso, institución asociada al rey español, al reparto de tierras y a la distribución de indígenas que enriquecieron a la Corona y a los beneficiarios del orden colonial. Esta dicotomía (Iglesia del poder, Iglesia de los afectados por ese poder) era desequilibrada: el perfil contrahegemónico de los “buenos padres” tuvo muy bajo impacto en las decisiones estratégicas de la totalidad de la institución.
En la independencia latinoamericana, levantamiento criollo, mestizo, negro e indígena, se repetirá la misma dicotomía: la jerarquía de la Iglesia Católica se atrincherará monolíticamente con el poder imperial español y allí están como testimonio histórico las homilías denigratorias hacia nuestros próceres en Bs. As., Salta, Lima, México o Caracas. Con ejemplos tan impactantes como la utilización del terremoto que asoló a Venezuela el Jueves Santo de 1812 para acusar a los patriotas bolivarianos ¡por arrojar el castigo divino sobre Caracas al desobedecer al rey!
A la vez, dos curas (Hidalgo y Morelos), bajo la imagen de la Virgen de Guadalupe, iniciaron la independencia mexicana (luego fueron excomulgados por la propia Iglesia y asesinados por el poder realista). Otros frailes y sacerdotes (como Fray Luis Beltrán en el Río de la Plata) apoyaron la causa patriota, pero fueron una ínfima minoría dentro de las filas de la institución eclesiástica y sufrieron su persecución.
Entrado el siglo XX, la Iglesia Católica enfrentó a la mayoría de los gobiernos democráticos y populares de América latina: el laicisimo y democratismo de la Revolución Mexicana fue cuestionado, también se opuso a la reforma agraria de Arbenz en Guatemala (1951-1954); es bien conocido su rol contra el segundo gobierno de Perón y su alineamiento funcional al discurso y la práctica de la Guerra Fría: oposición al gobierno surgido de la Revolución Cubana, a Allende en Chile en 1970 y, más grave aún, las vinculaciones con las dictaduras militares que asolaron Bolivia, Chile, Argentina, Brasil y Guatemala en los ’70 y ’80.
Obispos como Arnulfo Romero (asesinado por la derecha en El Salvador); Angelelli, y los seminaristas palotinos (asesinados en la Argentina), los sacerdotes y laicos de la “opción por los pobres” y la Teología de la Liberación intentaron acompañar el proceso de emancipación y redemocratización de los pueblos latinoamericanos durante esas mismas décadas. Pero esa pertenencia siguió estando (como aquella de la Conquista o de la Independencia) en los bordes de la institución. Basta ver quién acompaña las fotos de los Pinochet, los Videla, los Bánzer Suárez, para constatar en dónde estaba la Iglesia del poder durante los años dictatoriales.

Los desafíos de la diversidad

Nada menor el rol ideológico que la Iglesia cumple en América latina: durante trescientos años, tuvo el monopolio de la religión, la educación y la literatura. En la Colonia no podía profesarse otra religión (judíos, musulmanes y protestantes no podían instalarse aquí, y los cultos originarios eran “herejías”). No podían leerse ni hacer circular libros o escritos sino los autorizados por el Index y si fallaba la persuasión estaba la Inquisición: el Tribunal del Santo Oficio de Lima (existía también en México y en Venezuela) ejecutó entre 1569 y 1736 a 23 personas por judaizantes, seis por protestantes, dos por herejía...
Con la independencia se abre la posibilidad de mayor diversidad ideológica, educacional y religiosa. Décadas de esfuerzos fueron dedicados para ampliar la libertad de leer, escribir, pensar y educar para los latinoamericanos que no concordaran con la perspectiva católica. Construir un Estado laico (con la oposición eclesial) fue la herramienta que permitió comenzar a garantizar iguales derechos educativos, civiles y sociales para todas/todos, al menos en los corpus legales y luego en la práctica concreta. Esta búsqueda está lejos de haber concluido.
En el proceso actual de ampliación de derechos (antes religiosos y de librepensamiento, y hoy de la niñez, de género, de matrimonio igualitario) la Iglesia como institución continuó como en la época en que detentaba el monopolio de lo permitido: sus expresiones públicas en relación a temas necesarios para los pueblos latinoamericanos, referidos a diversidad de género, libertad sexual, matrimonio igualitario, derechos reproductivos, divorcio, siguen expresándose como si los principios válidos para el catolicismo lo fueran para el conjunto de la sociedad. Como si no existiera el Estado laico, como si las diferentes creencias y elecciones de vida que no fueran católicas carecieran de entidad, como si verdaderamente nuestra nación latinoamericana fuera exclusivamente católica y no un verdadero mosaico de creencias originarias, protestantes, evangélicas, afros, judías, musulmanas, agnósticas y ateas. El mito de la nación católica es, hoy, eso, sólo un mito, que implica riesgos de intolerancia que la experiencia histórica latinoamericana amerita atender. La elección de un papa latinoamericano habilita la cuestión de la Iglesia y su rol en nuestro continente. ¿Seguirá siendo la Iglesia del poder o la de los pobres? ¿O ambas a la vez? ¿Podrá dialogar con todas las expresiones de la diversidad desde el respeto y la aceptación o definirá a otras/os exclusivamente desde sus propios parámetros? ¿Será parte de una sociedad latinoamericana cada vez más diversa, heterogénea, democrática y plural?
* Vicedecano de la Facultad de Periodismo y CS de la UNLP.