7 jul 2011

Los paradigmas y sus enseñanzas Por Ricardo Forster


La debacle del alfonsinismo al final de la década del 80, acelerada por el retroceso de semana santa del 87 y el estallido de la hiperinflación fogoneado por los grandes grupos económicos, corrió pareja con un profundo y decisivo cambio de paradigma económico y cultural que, como un fantasma de nuevo tipo, venía recorriendo las entrañas del país desde marzo del 76.
Manifestantes griegos resistiendo el ajuste impuesto por el resto de Europa y el Fondo Monetario

Eran los tiempos del triunfo planetario del "capitalismo de mercado", de la caída no por anunciada menos estrepitosa de la Unión Soviética y de las proclamas nacidas en el corazón del Imperio del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que prometían un mundo alejado de los conflictos propios de la época atravesada por la bipolaridad.

Nos introducíamos, a paso ligero y sin anestesia, en la etapa dominada absoluta y decididamente por el neoliberalismo que se presentaba a sí mismo como el punto de llegada, ahora sí, a un modelo de desarrollo capaz de conjugar los intereses del mercado y las mieles de la democracia liberal que se expandía con velocidad inusitada por un mundo ávido de mercancías y libertades de diverso tipo.


Sin imaginar el precio que deberían pagar para disfrutar de la "verdadera libertad", los distintos pueblos periféricos se aprestaban a entrar en la época de mayor desigualdad de la historia. La víctima propiciatoria de estos nuevos rituales civilizatorios sería la "vieja y carcomida" idea del Estado de Bienestar, suerte de "máquina perversa" que, bajo la impronta del populismo roosveltiano y el paradigma keynesiano, había desviado el normal desarrollo del mercado hacia una política de gastos exuberantes sostenidos en el acrecentamiento "desmesurado del gasto público" y el apoyo a los sindicatos.

Entre nosotros, alejados de la violencia guerrerista desatada por el nazismo en Europa, ese giro de época fue traducido y adaptado a las condiciones nacionales por el primer y sorprendente peronismo. Mientras que en Estados Unidos y en Europa tuvieron que esperar, con cierta resignación, más de tres décadas para iniciar el desmontaje del Welfare State (allí quedarían en la memoria los inolvidables 30 años gloriosos que tuvieron a los dorados sesenta como mito constitutivo de la sociedad de la equidad y el consumo, pero también de la contracultura y de las rebeldías que desembocarían en el emblemático Mayo francés), entre nosotros, la violencia de las clases dominantes se desató con el derrocamiento de Perón precedido, como señal ominosa, por el bombardeo criminal a Plaza de Mayo en Junio del 55 que anticiparía la extrema violencia a la que recurrirían estos sectores -apoyados fervientemente por los Estados Unidos- para terminar de romper el sesgo igualitario que el peronismo le había dado a la sociedad argentina.

Con una perseverancia digna de mejor causa, se inició una sistemática ofensiva que buscó horadar la presencia del Estado como garante de una sociedad más equitativa al mismo tiempo que se generalizaba un proceso de concentración de la riqueza asociado a una paulatina desindustrialización que sería desplegada con mayor virulencia a partir del golpe del 76 y de la implementación del plan económico de Martínez de Hoz, plan que encontraría su punto de consumación, años después, con la convertibilidad menemista que vendría a invertir, de un modo perverso, lo realizado por el primer peronismo. Junto a ese proceso de desguace sistemático del Estado, acompañado por la destrucción de las bases de equidad desplegadas en la segunda mitad de los 40, se inició, también, una campaña ideológico-cultural destinada a sostener, en la conciencia de la sociedad, el reinado, ahora exclusivo, del paradigma neoliberal.

La caída en abismo provocada por la hiperinflación dejó disponible a la sociedad, en especial a los sectores medios y bajos, para que se hiciera con ella cualquier cosa que viniese a alejar la pesadilla del derrumbe económico.

Recuperando antiguos reflejos cualunquistas y antipolíticos provenientes de otra Argentina, se desplomó sobre la opinión pública - astutamente reconstruida por las usinas mediáticas- una feroz campaña que, haciendo pie en una frase paradigmática de aquellos años pronunciada por el inefable "comunicador" de los 90, anunciaba con certeza profética que "achicar el Estado es agrandar la Nación".

Esa cantinela repetida como un mantra que penetró las conciencias y produjo un nuevo sentido común hegemónico, habilitó, en términos de lo que los grandes medios denominan "la gente", el necesario e imprescindible marco "cultural-simbólico" sin el cual hubiera sido muy difícil avanzar con el desguace, a precio vil, del patrimonio de los argentinos (allí quedaron las fraudulentas privatizaciones como ejemplo del precio pagado a cambio de la promesa primermundista que inundó el imaginario de época que terminó de hacer de Miami la meca soñada por las clases medias en su camino hacia la sociedad de consumo).

Hoy, cuando una parte importante de Europa se enfrenta a una crisis descomunal, se vuelven a escuchar los argumentos de los defensores a ultranza de la economía de mercado que culpan, una vez más, al populismo de ser el causante de todos los males. Entre nosotros, se escucha a sesudos periodistas de La Nación -tribuna de opinión del neoliberalismo vernáculo- decir que las políticas de ajuste que se están implementando en países como Grecia, España, Italia, Portugal e Irlanda, son la mejor receta para impedir el colapso y la aterradora pesadilla del default, esa misma pesadilla, eso nos dicen sin sonrojarse, que lleva el sello argentino.

Eludiendo, con inconsistente retórica ahuecada, la responsabilidad de un paradigma económico social que viene implementándose desde finales de los años 70 y que encontró en la política de unificación europea y en el dominio del euro (que no representa otra cosa que la hegemonía alemana, y en parte francesa, sobre el resto de los países de la comunidad) su núcleo decisivo, nuestros ideólogos locales reclaman que, tomando como caso ejemplar, a Grecia no se siga el camino "perverso" que seguimos los argentinos a partir de mayo de 2003 y que, de no haber sido por "el viento de cola" sojero, ya hubiera lanzado al país a una nueva crisis producto, una vez más, del "gasto desenfrenado" y de la utilización desmadrada "de la caja" clientelar.

Mientras los griegos expresan su rechazo a un plan de ajuste que se adapta a las exigencias de una mayor concentración de la riqueza y que busca, nuevamente, responsabilizar a los pueblos de lo que ha sido y sigue siendo un paradigma dominante que multiplica la desigualdad y hace añicos al Estado como garante de las equidad y de la defensa de los más débiles; entre nosotros los ideólogos del poder corporativo reclaman, como lo vienen haciendo desde hace años, regresar al modelo que asoló el país desde los tiempos de Martínez de Hoz y Videla y que se reencontró con su esencia de la mano de Menem y Cavallo allí donde la brutal hegemonía de la economía de mercado, de eso que se llama la globalización, destrozó derechos, trabajo y dignidad arrojando a millones de compatriotas al abismo de la exclusión.

Los griegos, como los españoles, empiezan a conocer lo que significan los planes de ajuste. Para ellos el nombre de "Argentina" ya no resuena con los ecos de la caída en abismo sino de la sorprendente recuperación que supo abandonar el paradigma neoliberal.