Horacio González
Ya se dijo: no hay revolución sin libros, aunque éstos tengan la forma de hojas sueltas o de citas indirectas. Así fue nuestra revolución, querible también por eso, por su acento improvisado y aun mimético, a cargo de políticos de una ciudad remota y de sociabilidad asfixiante –esa ciudad indiana donde en el siglo anterior aún se hablaba quechua–, que se había sacudido por una invasión extranjera que enseñaría definitivamente el valor de la imprenta y que frente la invitación a perder su más importante lazo político de vasallaje, ponía en escena una discusión entre cabildantes, juristas, comerciantes y obispos en la que se baten comprensiones arcaicas y modernas del derecho de gentes y los pactos de vasallaje.
El cuadro de Subercasaux que muestra a Moreno con mirada ensoñada, escribiendo con el auxilio de una lámpara, en un escritorio repleto de libros abiertos –pluma en mano, a punto de desencadenar una frase–, muestra la idea de inminencia en la escritura que de algún modo nos lega Mayo. No abundan los escritos salidos de la reflexión sistemática, lo que es propio de épocas convulsivas y vertiginosas. Lo mejor de lo que sale en materia escrita de esas fraguas voraces tiene la marca de la urgencia y la improvisación. Todas las revoluciones hacen fuertes sus textos frágiles. El cuadro mencionado sorprende a Moreno escribiendo y con una apelación romántica, suspende su mirada en el vacío señalando la búsqueda de inspiración. El Decreto de Supresión de Honores es así que se escribe, y es una pieza magistral. Inaugura la ilustración argentina, con sus vehementes contradicciones que décadas después adquirirían contenido trágico, pero que por el momento sólo propone la forma asombrosa de una democracia radicalizada. ¡Se mete con los honores! En el pensamiento revolucionario, esa es una mención absorbente,
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sobre todo en un momento donde predomina la pregunta por el origen del mando y las causas de la sumisión.
En ese escrito aparentemente basado en un episodio que lleva a Moreno a generar un impulso súbito a partir de lo que siente como un imprevisible menoscabo, se cifra una parte del mito escrito de la revolución. Es revolución, entre otras cosas, porque ese texto fue escrito, llamando a un poder capaz de determinar la forma de pensar sus oropeles y señales de privilegio, y al mismo tiempo reflexionando sobre lo visible de los símbolos y su rotación ritual como polos del enigma democrático. Escritura inmediatista y reflexión profunda no protegen de la fascinante contradicción que posee ese documento, que en sí mismo –y el recuerdo ostensible de Walsh no es aquí inoportuno– pone a luz el propio relato de su surgir impetuoso, inopinado.
Su insondable imposibilidad se palpa fácilmente: piensa en un poder racionalizado, sólo basado en la dignidad de los cargos, que tenga efectos circulares y abstractos, sin aditamentos simbólicos que hagan difusa la diferencia entre el acto público y la autoconciencia de la identidad personal. “Suprime honores.” ¿Cuándo y cómo fue esto posible? Las artes plebeyas de la revolución se toparon con ese convite y esa imposibilidad. El honor, al cabo, las revoluciones lo descubren como un arcaico ingrediente presente en todas las apasiones humanas, también en las más contundentes y despojadas de arcaísmos dinásticos o ínfulas magisteriales. Mayo lega ese problema: ¿cómo deben ser los símbolos, los textos, las medallas, las celebraciones de un poder o de una revolución?
La cuestión del honor nos lleva a la pregunta máxima de la revolución y su anclaje supremo en los textos: el Plan de Operaciones. Es fácil y difícil al mismo tiempo saber quién lo escribió, apartando si ello fuera posible, consideraciones filológicas, gramaticales, políticas, de ambientación histórica y pruebas caligráficas al paso. Apostamos por Moreno si fuéramos a percibir ciertas inflexiones de escritura y modismos -la expresión "arroyos de sangre" la frecuenta el secretario de la Junta a menudo en sus escritos comprobados-, pero nos alejamos de esa digna, deseable hipótesis, cuando percibimos que todo el Plan se sostiene en la idea del tributo honorífico simulado, utilizado como cortesana superchería al servicio del interés revolucionario más perentorio. Si lo escribió Moreno… ¿será que en su faz visible quiere anular del poder todo lo que no sea el síntoma de la razón inmanente, pero en la conjura de las acciones sigilosas para preservar la "grande obra de la libertad", se habría decidido a inventar simulacros honoríficos que en otro lado ordenaba suprimir?
Por eso decimos que es tan fácil como difícil designar autorías, y este mismo problema lo podemos extender al conjunto de la producción escrita de Mayo. ¿Nos quedamos entonces con un momento dotado tan solo de incertezas y vaguedades? No lo creemos así. Mayo aparece como un mes brumoso en aquel 1810, lo que le da su real consistencia revolucionaria y lo pone con sus lazos ofrecidos a un presente vivo. Se constituye así en nuestro "18 Brumario", ambientación histórica para ser descifrada, no con ánimo desenmascarador sino con la invitación a la sorpresa que nos proponen sus textos indeterminados y sus máscaras palpitantes. Habría que esperar cinco años más, si no nos empeñamos en búsquedas más exhaustivas, para encontrar estilos de mayor esclarecimiento en la Carta de Jamaica de Bolívar, o poco más de diez años para encontrar en el Bernardo Monteagudo del Plan de una federación americana, los escritos que aunaran a la vez un proyecto posible y un texto de gran factura que no evita el logro testimonial, la vivacidad de una experiencia personal. Esos textos, que aún palpitan en sus umbrales, los esperamos en nuestros propios días.