En un momento en el que se discuten hoy ciertos rumbos de la política económica en un mundo que no sale de su crisis, es bueno recordar, en relación con la celebración del Bicentenario, debates cruciales que se dieron en el pasado sobre los distintos senderos o caminos de desarrollo que la Argentina debería seguir y que constituyeron una divisoria de aguas en su historia. Al respecto, un debate clave, que se desplegó a lo largo de gran parte de esos doscientos años, fue el que enfrentó a los partidarios de la industrialización y el proteccionismo con los que defendían el librecambio y la agroexportación. La cuestión consistía en determinar si los derechos de aduana debían ser un mero recurso fiscal o si, por el contrario, tenían que contribuir también a la protección de la actividad industrial. El planteo podría ser hoy diferente, pero no el fondo de las ideas. Juan Bautista Alberdi fue el principal mentor del librecambio. En su obra más destacada, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Alberdi señalaba: “La aduana proteccionista es opuesta al progreso de la población, porque hace vivir mal, comer mal, beber mal vino, vestir ropa mal hecha, usar muebles grotescos, todo en obsequio de la industria local […] ¿Qué inmigrado será tan estoico para venir a establecerse en país extranjero en que es preciso llevar vida de perros, con la esperanza de que sus bisnietos tengan la gloria de vivir brillantemente sin depender de la industria extranjera? […] ¿Qué nos importa a nosotros que la bota que calzamos se fabrique en Buenos Aires o en Londres?” En línea con esta postura desechaba el modelo económico de los Estados Unidos ya que a ese país le convenía “una política destinada a proteger su industria y su marina” contra la concurrencia externa.
La división internacional del trabajo que Alberdi aceptaba implícitamente contrastaba con las ideas del secretario del Tesoro estadounidense, Alexander Hamilton. Mientras Alberdi sostenía que “la aduana es un derecho o contribución y de ningún modo un medio de protección ni mucho menos de prohibición”, Hamilton –funcionario de un país carente de industrias y subdesarrollado a fines del siglo XVIII– no se resignaba a la situación subordinada de su Nación en el orden mundial y afirmaba: “No sólo el bienestar, sino la independencia y la seguridad de un país dependen de sus industrias. Por esta razón cada nación debería esforzarse en poseer todos los elementos indispensables para la satisfacción de sus necesidades dentro de su propio territorio”. La trayectoria posterior de la Argentina y los Estados Unidos ponen de manifiesto con elocuencia las consecuencias de las disímiles estrategias económicas adoptadas por ambas naciones.
La elección del librecambismo se concretó en el momento de la conformación de la Argentina moderna dejando una marca que aún conserva un considerable poder ideológico. Entonces, los intereses y grupos de poder hegemónicos durante la denominada Organización Nacional impusieron al liberalismo económico como la piedra angular del progreso argentino. No sólo se desechó la posibilidad de un desarrollo económico integral mediante la protección de la industria local sino que se adoptó el “proteccionismo al revés” mediante el cual se gravaba con mayores cargas a las materias primas faltantes que podían manufacturarse en el país que a la importación de productos finales fabricados con esos mismos insumos. De esta manera, las clases dirigentes argentinas rechazaron el camino proteccionista que, por el contrario, fue adoptado por países como los Estados Unidos y Canadá, y prefirieron apostar, sobre todo, a las aparentes ventajas naturales de la producción primaria.
Hubo, sin embargo, un momento de indecisión que reveló fuertes diferencias entre las elites dirigentes. La caída de las rentas fiscales debido a la crisis de 1873 planteó la necesidad de incrementar los aranceles aduaneros. Ello dio lugar a un debate que tuvo lugar en 1876 en la Cámara de Diputados de la Nación con motivo de la discusión del proyecto de reformas a la Ley de Aduanas. En la oportunidad, varios diputados propusieron un incremento de los derechos de importación en defensa del desarrollo de una industria nacional. Tal postura los enfrentó con Norberto de la Riestra, ministro de Hacienda, estrechamente ligado con los intereses británicos y firme defensor del librecambismo.
Los voceros más destacados de la corriente industrialista fueron Vicente Fidel López –cabeza del movimiento–, Carlos Pellegrini, Miguel Cané y Dardo Rocha. López cuestionó al ministro su teoría de que la riqueza de un país podía, indiferentemente, “obtenerse y acumularse con las materias primas, como con las materias manufacturadas”. Y en cambio, afirmó que un país reducido a la producción de materias primas jamás saldría de la pobreza, de la miseria, de la barbarie y el retroceso, ya que “sin el trabajo industrial y manufacturero, es imposible alimentar la riqueza y adquirir capitales propios, capitales nacionales”. Sólo quienes exportaban materia prima con valor agregado se quedaban “con la suma de capital que representa su trabajo de acuerdo con la suma de inteligencia y de servicios que han hecho”. Refiriéndose a la difícil situación originada por la crisis del balance de pagos sostuvo que ella era propia de países “no diré bárbaros, pero sin industria, ni trabajo, y esto es así porque no sabe manufacturar las materias primas que produce”.
Por su parte, De la Riestra argumentaba que las industrias “no se implantan en un país por medios artificiales, sino por medios naturales”. Desde el punto de vista de los consumidores –desconociendo su condición de productores– consideraba que proteger a los fabricantes de calzado locales era perjudicar con recargos de impuestos a quienes estaban calzados. De la misma manera, rechazaba los gravámenes a las pastas italianas. “¿Por qué se grava a este artículo especial?” “Por la protección a la industria, se dice, pero señor, toda la vida hemos tenido fábricas de fideos que jamás han logrado hacer fideos como los que vienen de Europa?”. López juzgaba que esta incuria portuaria –funcional a los intereses de la burguesía comercial porteña– era responsable de la destrucción de las economías del interior; “[…] provincias que eran ricas y que podían llamarse emporios de industria incipiente, cuyas producciones se desparramaban en todas partes del territorio, hoy están completamente aniquiladas y van progresivamente por el camino de la ruina”.
Consolidada la Argentina moderna, los contenidos debatidos se desvanecieron y los promotores del industrialismo arriaron sus banderas, encandilados por la prosperidad del modelo agroexportador que, por otra parte, parecía venir a dar la razón a los partidarios de la teoría de las ventajas comparativas. No es de extrañar que, un siglo después, el equipo económico de la última dictadura militar tomara nuevamente como bandera la plena libertad de comercio y de capitales, destruyendo gran parte de la capacidad industrial previa, tarea que se completó en los años ’90. Pero ahora quizás la oportunidad de recordar el Bicentenario permita reabrir ese u otro tipo de debates no saldados que van más allá de los gobiernos de turno: lo que debe volver a discutirse en las instancias políticas, como en 1876, son proyectos de país.http://www.elargentino.com/nota-79234-Los-grandes-debates-del-Bicentenario.html