Ricardo Forster
Tal vez por eso y utilizando un extraño giro poético que venía a cerrar su elocuente discurso, el campechano de Biolcati dijo aquello de que todo pasa pero lo que siempre está y estará es la tierra, esa fértil extensión de pampa húmeda que les ha permitido transformarse en los referentes últimos y decisivos de la historia nacional. Fuera de esa estirpe de ganaderos y hacendados, de hacedores genuinos y dadivosos de la riqueza, de “productores” incansables de todo lo valioso que se ha producido entre nosotros, no hay nada importante ni digno de mención. Ellos, una vez más, son los garantes de que la patria siga viviendo y los garantes de que el resto de los argentinos se eduque, se cure y se alimente (y de que sigan rezando aunque últimamente el otro pilar de la patria, la Iglesia, esté de capa caída y no pueda acompañarlos en la cruzada restauradora en la que están empeñados y que con tanta elocuencia y “fineza” defendió Biolcati mostrando cuál es el tono adecuado que desde siempre han utilizado los antiguos dueños de la tierra y no la verborragia plebeya y adventicia de los recién llegados, esos que heredaron el cocoliche de sus abuelos o el habla bárbara de los cabecitas negras). De sus manos callosas ha salido el esfuerzo que multiplicó los ganados y las mieses, mientras que los advenedizos, los recién llegados, los apropiadores de la riqueza ajena, los demagogos populistas, están allí para intentar sacarles lo que les pertenece por derecho propio (¿natural?) desde el comienzo de la patria cuando esas tierras “desiertas” fueron sabiamente “distribuidas” en cuantiosas cantidades entre esos pocos elegidos por designio divino para encargarse de hacer grande el destino del país y, a la pasada, de sus patrimonios.
Que Hugo Biolcati se haya despachado con esa andanada grandilocuente y espantosamente reaccionaria, belicosa y anacrónica, no es algo que pueda sorprendernos (aunque creíamos que a partir de 2008 la mesa de enlace había aprendido las artes de la simulación y la retórica del engaño a la hora de hacer pasar sus propios y mezquinos intereses como parte de los intereses del conjunto de la sociedad y hasta había sabido dejar al descubierto los errores del Gobierno; que había aprendido a apropiarse de símbolos populares para defender mejor su causa y que, en alianza cerrada con la corporación mediática, habían capturado el sentido común y las conciencias de una parte considerable de las clases medias e incluso hasta habían logrado penetrar algunos estratos populares utilizando las astucias discursivas e icónicas refrendadas por la cadena nacional puesta en funcionamiento por el monopolio mediático); lo que no deja de resultar turbio y viscoso es la genuflexión de una parte considerable del arco político opositor que se apresuró a rendirles pleitesía a nuestros “ruralistas” buscando, en esos sagrados pabellones que llevan los nombres ilustres de lo más rancio de la oligarquía argentina, la hoja de ruta para orientarse en su confrontación decisiva con el Gobierno. Sometidos a interrogatorio por el inefable escriba de la destitución y del conservadurismo liberal cuya pluma vomita tinta paqueta y reaccionaria desde el diario de los Mitre, y seguidos por las atentas miradas vigilantes y escrutadoras de los miembros del sagrado panteón integrado por los patrones de estancia y los financistas de última generación, los integrantes del algo deteriorado Grupo A sólo atinaron a balbucear respuestas esperadas e, insistimos, genuflexas.
Allí, en esa foto elocuente y vergonzosa, se encierra “la verdad” de la oposición, el núcleo último de sus intenciones, la trama genuina de su proyecto de país que se entrelaza con las aspiraciones hegemónicas de Biolcati y los suyos que, como si estuvieran reviviendo la escena soñada del primer centenario, volvían a degustar el sabor del poder y la riqueza absolutos. Allí, en esos pabellones y entre el olor de la bosta, se manifestó el sueño febril de la mesa de enlace y del Grupo A, un sueño en el que el fantasma del populismo, la maleficencia demoníaca de un gobierno de corruptos y de crispados pasase a ser apenas una nota a pie de página en los futuros libros de historia escritos por los amanuenses eternos del poder oligárquico (perdón por el uso de un término algo anacrónico y en desuso, sucede que el discurso del presidente de los ruralistas activó viejas y oscuras memorias del lenguaje).
Extrañas circunstancias en las que tenemos la ocasión de observar, como testigos de cargo, y sin medias tintas, la indisimulada concepción de país que desde siempre han defendido nuestros “ilustrados” estancieros. En todo caso, no deja de llamarnos la atención que se hayan abandonado las artes del simulacro como si estuvieran visualizando un escenario en el que la confrontación directa y sin mediaciones fuera lo propio de esta época en la que nuevamente el gobierno nacional ha recobrado no solo la iniciativa sino que vuelve a crecer en la consideración del pueblo. El extraordinario festejo del Bicentenario, esas multitudes recorriendo con fervor sereno las calles de Buenos Aires, constituyó una perturbadora señal de alarma para quienes estaban convencidos de que su hora estaba próxima y de que lo inaugurado en mayo de 2003 había iniciado de modo terminante su recorrida hacia la decadencia y el final anunciado desde el voto no positivo del pequeño señor Cobos. Como si fuera una pesadilla, los opositores y los ruralistas se despertaron, después de las bacanales de junio de 2009 en las que creyeron que todo estaba finiquitado, y descubrieron la peor de las escenas y el peor de los escenarios: la posibilidad para nada quimérica de un nuevo triunfo del kirchnerismo en octubre de 2011.
Hay que agradecerle a la derecha su generosidad a la hora de facilitar la labor crítica. La tuvo, y a manos llenas, el cardenal Bergoglio al sacar del arcón de las cosas en desuso la retórica inquisitorial con la que quiso torcer el rumbo de la aprobación de la ley del matrimonio civil igualitario; su jerga flamígera y sus alusiones a “la guerra de Dios” y al ejército demoníaco que había que enfrentar son piezas antológicas de la estupidez estratégica del conductor de la Iglesia argentina. La tuvo, también y con ese tono de patrón de estancia que utilizó en su discurso, el sabio adjetivador Biolcati que se despachó a gusto recordándonos, a los argentinos de a pie, quiénes son los dueños de la patria y de las tierras. La tuvieron los inefables integrantes del Grupo A, los Felipe Solá, los De Narváez, los Lilita Carrió, los Gerardo Morales, los Duhalde, los Pinedo, los Bullrich, los Macri, los Stolbizer y todos aquellos que se prestaron gustosos a concurrir como la claque de los ruralistas, los articuladores, en el Congreso de la Nación, de la política destituyente y restauradora de la Mesa de Enlace. Filigranas de la obsecuencia que termina por volver indisimulable el lugar que cada cual ocupa en la disputa política. Así como la intervención de Biolcati hizo que volviese a la memoria la palabra “oligarquía” (palabra en supuesto desuso y vergonzante), las intervenciones de Bergoglio y de la mayoría de los opositores nos devuelven, sin inconvenientes, el uso de la palabra “derecha”. Allí están, sin eufemismos aunque cada tanto se les ocurra utilizar argumentos supuestamente progresistas (como el pedido del 82% móvil para los jubilados cuando ellos fueron los que habilitaron el desguace del sistema y luego las rebajas de las jubilaciones), quienes se encolumnan detrás de las corporaciones, los dueños de la decisión última, los genuinos articuladores de un proyecto de derecha neoliberal.
Le cabe, mirando este cuadro, al Gobierno y a todos aquellos que se consideran progresistas en sus diversas acepciones (nacional populares, de izquierda democrática, latinoamericanistas, etcétera) hacer lo posible por construir un espacio abierto y generoso que logre profundizar lo mejor de lo inaugurado en mayo de 2003 y que siga proyectando un país para todos, más igualitario, libre y democrático. Ese país borrado del discurso de Biolcati.