El
grave conflicto desatado por la negativa del gobierno porteño a hacerse cargo
de las líneas de subterráneos de la ciudad y las jeremiadas de sus voceros
periodísticos contra la media sanción de diputados estableciendo que los
depósitos judiciales
de tribunales federales sean en lo sucesivo hechos en el Banco Nación, permiten
conjeturar que dentro de la enorme cantidad de
perjuicios ocasionados al país por la reforma constitucional de 1994, uno de
los más graves es el de la autonomía porteña.
El
principal motivo de la larga guerra civil que desde 1813 azotó a las Provincias
Unidas a lo largo del siglo XIX fue el del destino y manejo del puerto y la
aduana de Buenos Aires, en un primer momento una mediocre aldea con ínfulas
cosmopolitas rodeada de una incierta campiña cuyo único límite preciso era el
Arroyo del Medio, durante varios años el límite entre Buenos Aires y Argentina.
La
necesidad de recuperar el puerto y la aduana para permitir la organización del
conjunto de las provincias fue la temprana conclusión de Artigas,
lamentablemente traicionado por sus lugartenientes Ramírez y López, así como la
certeza de caudillos y dirigentes de orientaciones diversas, como Bustos, Paz,
Quiroga, Ferré, Peñaloza o Varela, y motivo de discordia de cuanto intento
constitucional hubo, incluida la
Carta de 1853, tenida como nuestra constitución primigenia a
pesar de que nunca fue jurada por Buenos Aires, que únicamente la aceptó con la
inclusión de la reformas de 1860, que diluyeron algunas cuestiones centrales.
Fue
recién con el triunfo del ejército nacional dirigido por Roca sobre el intento
secesionista del gobernador Carlos Tejedor que las cosas se pusieron finalmente
en su sitio y el puerto y la aduana, así como la propia ciudad de Buenos Aires,
asiento del Poder Ejecutivo Nacional, pasaron a ser propiedad federal, en
nuestra jerga habitual, "nacional". Hasta ese momento, el presidente
de la Nación
era apenas un "huésped" de la principal ciudad de la provincia de
Buenos Aires. Tras la derrota de Tejedor, la provincia debió ceder la ciudad
"a la nación" –vale decir, al conjunto de las provincias organizadas
en un régimen republicano, representativo y federal–, así como el manejo
definitivo del puerto.
A
partir de entonces, la ciudad de Buenos Aires fue un territorio federal
administrado por un delegado presidencial que era a su vez asistido por un
Concejo de representantes populares, financiado con recursos propios y los
provenientes del tesoro nacional (o federal, para decirlo con mayor precisión)
que se hacía cargo de los gastos de los tribunales federales así como de la
respectiva policía.
No
se supo nunca que haya habido algún reclamo de los habitantes de la ciudad para
terminar con este régimen, aunque sí lo hubo de sus fuerzas políticas,
impedidas de organizarse a través de caudillos locales, toda vez que el
intendente no era electo sino designado por el presidente de la nación. Hasta
la reforma constitucional de 1994. Fue entonces que, en medio de abstractas
declaraciones de principios y nuevas instituciones que demoraron más de diez
años en empezar a ponerse en práctica, Menem, fiel representante de los
intereses antinacionales, se garantizó la desarticulación casi completa del
Estado nacional y la posibilidad de ser reelecto, mientras Raúl Alfonsín, con
una mentalidad más propia de un puntero de parroquia que del estadista por el
que ahora pasa, obtenía una serie de ventajitas políticas para su partido:
participación en el varios de los nuevos ámbitos a crearse (Consejo de la Magistratura,
auditorías varias, etc), un tercer senador por provincia, premio consuelo de
dirigentes locales con ambiciones de gobernador… y la autonomía de la ciudad de
Buenos Aires, territorio que, con singular miopía, el radicalismo consideraba
como propio.
A
cambio de la reelección de Menem y de una desarticulación nacional con la que
evidentemente acordaba, mientras Cafiero jugaba al constitucionalista, Alfonsín
garantizó para el radicalismo una veintena de senadores y una suerte de nueva
provincia de apariencia todavía más radical que la propia Córdoba.
Con
todo, fue el mencionado Cafiero el que puso algún límite al nuevo desquicio
institucional que llevó el nombre de autonomía: Buenos Aires no podía tener ni
policía ni tribunales propios, limitación que despertó las iras de los
dirigentes porteños de entonces y que fue finalmente eliminada por senadores
posteriores, ignorantes de su función y de la naturaleza de lo que estaban
votando.
Se
podrán decir muchas cosas de las vacilaciones y agachadas de Antonio Cafiero,
pero nunca se podrá dudar ni de su seriedad ni de su capacidad intelectual,
seriedad y capacidad que le permitieron entender los conflictos que reflotaría
una completa autonomía porteña y su ilegitimidad de origen: así como cuando un
propietario dona un terreno para un fin específico, por ejemplo, la
construcción de una plaza, ante el incumplimiento o alteración de ese fin la
donación se torna nula, de igual manera la provincia de Buenos Aires cedió la
ciudad para asiento del gobierno federal, no para la creación de una nueva
provincia. De igual manera que con lo que sucede con la plaza, ante la
alteración de los fines para los que fue cedida, la ciudad debería volver a
manos de la provincia de Buenos Aires. Y eso es lo que advirtió Cafiero al
limitar la autonomía porteña con una ley que lleva su nombre, posteriormente
modificada para peor.
El
resultado fue catastrófico, pues a la ambigüedad institucional de la ciudad
(que no es una provincia sino una "ciudad autónoma" –como si
estuviéramos en la antigua Grecia y hubiera algún antecedente institucional,
político o histórico de algo semejante en nuestro país– vale decir, un invento
sui generis. un engendro que nadie acierta a definir ni explicar porque no es
provincia, pero tampoco es ciudad, como pueden serlo Rosario, Río Cuarto o
Bahía Blanca) se agregaron la peculiar arrogancia porteña y la ceguera
provinciana expresada por el Honorable Senado para acabar descalabrándolo todo.
Además
de los hospitales y escuelas "nacionales" recibidas durante el
desmantelamiento primero dictatorial y luego menemista, a la ciudad con ínfulas
de provincia se le ocurrió tener policía propia, aunque pretendiendo que fuera
pagada por el resto de los habitantes del país. Si bien el parlamento y el gobierno
federal se negaron a pagar los gastos de una policía de la ciudad, las
autoridades porteñas decidieron financiarla con sus propios recursos habida
cuenta la extrema necesidad que tiene cualquier gobierno de derecha de una
fuerza represiva propia, pero no ocurrió lo mismo cuando el gobierno federal
decidió dejar de solventar los gastos del sistema de subterráneos porteños.
Los
transportes públicos no son nada para una fuerza política de derecha, aunque
por su propia naturaleza, aun sin aceptar los subterráneos, el gobierno porteño
aumentó el precio de las tarifas. Se supone que este sólo hecho da principio de
ejecución al traslado de los subterráneos a la administración porteña, pero no:
fue un acto reflejo. Hay que disculparlos. Son así. Donde ven algo, un cine, un
subte, una calesita, su primera reacción es aumentar la tarifa.
Quien
suscribe estas líneas está en desacuerdo con el traslado de los subterráneos al
ámbito de la ciudad, en primer lugar porque es asiduo usuario de ese medio de
transporte, pero además por ser opositor a la autonomía porteña. Para quien
suscribe, la ciudad debió seguir siendo territorio federal administrado por las
autoridades federales, pero no siendo así, no hay más que aguantar el amargo
trago y reconocer la lógica implícita de trasladar a la ciudad los gastos de un
sistema de transportes exclusivo de la ciudad. De otro modo, sería comparable a
que el gobierno federal se viera obligado a financiar los troleys de Rosario o,
saliendo ya de los transportes, hacerse cargo de los gastos de construcción y
mantenimiento de las acequias de Mendoza. Un despropósito que no pasará por la
cabeza de ningún rosarino o mendocino, pero que para los porteños parece ser de
lo más natural.
Pero
mucho más descabellado es el reclamo por los depósitos judiciales de los
funcionarios y periodistas porteños, no de los ciudadanos, que sin todavía
salir del conflicto de los subtes, no terminan de entender de qué se trata y
ven el asunto como un tira y afloja entre el gobierno porteño y el gobierno federal.
Así al menos lo presentan la mayoría de los medios porteños con pretensiones de
nacionales, como si ambos gobiernos pertenecieran a una misma dimensión.
La
visión distorsionada de las cosas de los funcionarios y periodistas porteños,
así como de sus lectores, oyentes y votantes, se advierte con notable claridad
en su indignación por la media sanción legislativa de la ley que obligará a los
tribunales federales ubicados en la ciudad de Buenos Aires a realizar los
depósitos judiciales en el Banco Nación. La medida es de puro sentido común, y
si anteriormente los depósitos se hacían afectivos en el Banco Ciudad, ex Banco
Municipal, eso se debía a que ese banco era, como la ciudad, propiedad federal.
No se ve, por ejemplo, al gobernador Daniel Scioli o a funcionarios bonaerenses
chillar escandalizados porque los depósitos judiciales de los tribunales
federales ubicados en la provincia de Buenos Aires sean hechos en el Banco
Nación y no en el Banco Provincia. A ningún dirigente ni funcionario ni
periodista ni vecino bonaerense se le ocurriría ese desatino, pero a los
porteños les parece de lo más natural. De lo más natural que el conjunto de las
provincias le paguen los subtes, la policía y se hagan los depósitos judiciales
federales en los bancos porteños, al tiempo que les parecería una aberración
sin límites que el resto de los argentinos, porteños incluidos, pagaran los
troleys de Rosario, la policía de Córdoba o las acequias de Mendoza.
Fuente: http://desdegambier.blogspot.com.ar/2012/08/hoy-el-post-lo-hace-teodoro-boot-los.html