21 may 2012

Tabúes Por Claudio Scaletta

Es probable que una de las desgracias de la historia económica local  
hayan sido los tabúes, cuestiones clave que en determinado momento  
eran de abordaje inevitable, pero que por variadas razones de política  
primó entre los funcionarios el “de eso no se habla”. Hoy, la cuestión  
cambiaria vuelve a estar entre los temas tabú de la economía.

Con la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central y la  
recuperación de YPF, el Gobierno dio un salto cualitativo. Las  
políticas económicas dejaron de ser sólo de reparación de los  
estropicios noventistas, como el desendeudamiento y la eliminación de  
las AFJP, o de suma de derechos y demanda, como el establecimiento de  
la Asignación Universal por Hijo, para avanzar hacia reformas  
estructurales. Se trató de importantes cambios de fondo que, sin  
embargo, no deberían inhibir debates igualmente urgentes.

El análisis neoclásico sostiene que a medida que la economía se  
estaciona cerca de la frontera de posibilidades de producción, de la  
“plena utilización de los factores productivos”, las necesidades de  
política cambian. Los economistas del mainstream, no sólo los  
neoliberales, destacan que frente a esta mayor escasez de factores se  
necesita más inversión, receta que jamás desentona y que cae por su  
propio peso. Pero esta expansión “de factores” no estuvo ausente en  
los últimos años: en el segundo trimestre de 2011, por ejemplo, la  
tasa de inversión (IIBF) rozó el 24 por ciento del PIB, pero desde  
entonces está en baja, lo que adelanta el freno del ciclo económico,  
dato que también se observa en la desaceleración industrial y en el  
mayor crecimiento de la producción de servicios que de bienes. 
 
El freno abona el diagnóstico preexistente de que el problema es que  
la demanda crece más rápido que la oferta y su resultado no sería otro  
que la elevada tasa de inflación. En el mundo de equilibrios estáticos  
en que habitan estos profesionales también se trata de una respuesta  
lógica si, para colmo, no se reprime la expansión monetaria.

La realidad, sin embargo, no se ajusta a esta modelización. Dejando de  
lado, para no perder el foco, la riqueza de la función de demanda, a  
la explicación de la inflación de los últimos años concurren más  
elementos. Los precios internacionales y, especialmente, la puja  
distributiva, entre ellos. El crecimiento económico, al reducir la  
disponibilidad del “factor” trabajo, otorgó poder de negociación a los  
trabajadores. Este poder no fue espontáneo, debió reconstruirse. Si  
bien el crecimiento se retomó a partir de 2003, llevó mucho más tiempo  
reducir el desempleo. Mientras tanto, el kirchnerismo nunca fue  
neutral y decretó sucesivos aumentos del salario mínimo.

La situación del presente es diferente. Con un desempleo cercano al  
friccional, lo que los neoclásicos llaman “tasa natural”, o con la  
reducción del ejército industrial de reserva (tache lo que menos le  
guste), el poder de negociación de los trabajadores es un factor de  
peso. Crecimiento y bajo desempleo son las dos variables macro que  
funcionan como condición necesaria para la redistribución progresiva  
del ingreso. Los asalariados no están dispuestos a perder una  
secuencia de recomposición interanual promedio en torno del 20 por  
ciento. Esta dinámica, aunque no es la única, es la que se encuentra  
por detrás de las tensiones entre el Gobierno y la CGT. La actual  
administración se vio obligada a pedir moderación a los reclamos de  
los trabajadores organizados. No se trata de ajustar poniendo fin a la  
redistribución, sino de moderar la velocidad. Ello se debe a que la  
puja distributiva se traslada a precios, situación que se agrava si el  
tipo de cambio no acompaña la inflación interna, caso en que se  
produce una revaluación en términos reales y una inflación de costos  
en dólares que afecta la competitividad externa.

Visto desde la política, apenas se enuncia el problema del tipo de  
cambio emerge el tabú. Los defensores del actual estado de cosas  
esgrimen argumentos válidos. La competitividad, dicen, no puede  
sostenerse sólo por la vía cambiaria y debe mejorarse la  
productividad. Con resonancias noventistas, agregan que la revaluación  
es buena para los salarios. Con inobjetable criterio, suman que  
devaluar es además inflacionario. Pero el problema de fondo es hasta  
cuándo, o más precisamente, hasta cuánto pueden crecer los costos en  
dólares sin afectar el crecimiento, el empleo y, finalmente, la  
distribución del ingreso. Más cuando el freno provocado por la  
revaluación aparece recién cuando el daño ya está hecho.

Por ahora se observan las citadas señales de contracción en la IIBF,  
la industria y, también, en las economías regionales exportadoras. La  
primera tentación es responsabilizar a la crisis internacional. De  
hecho las exportaciones caen desde agosto de 2011, a la vez que  
aumentó el giro de utilidades al exterior, mientas que sólo el fuerte  
control de las importaciones posibilitó mantener el superávit comercial.

Sin embargo, con prescindencia de estas variables, para la  
diversificación productiva y el equilibrio externo no existe nada peor  
que el aumento de costos internos junto al abaratamiento de  
importaciones y exportaciones. Es imposible no insistir en el concepto  
de estructura económica desequilibrada. Si no se hace nada en materia  
cambiaria, el nivel del tipo de cambio terminará, ricardianamente,  
definido por la productividad de la soja. Es más, a los cultivos de la  
Pampa Húmeda todavía les resta margen de revaluación.

Debe recordarse que la recuperación del crecimiento comenzó en 2003  
por las economías regionales exportadoras primero y sobre algunas  
ramas industriales después. Es sobre ellas, entonces, en donde el  
Estado nacional debe poner la mira para seguir muy de cerca los  
indicadores. La crisis internacional no debería nublar el  
entendimiento. En el corto plazo no hay magia.

Las opciones del presente, siguiendo una provocadora síntesis  
realizada por el economista Eduardo Crespo, sería alguna o un mix de  
las siguientes:
- Profundizar el esquema de retenciones, lo que tendría el costo de  
volver a un enfrentamiento directo con “el campo”.
- Devaluar sin compensaciones: lo que reduciría el salario, con  
potenciales efectos recesivos e inflación en el corto plazo, más  
reducción de la popularidad del Gobierno.
- Tipo de cambios múltiples (varios dólares): lo que traería  
conflictos formales con el FMI y la OMC.
- Proteger cada vez más mientras sigue la apreciación. Significa  
renunciar a la posibilidad de exportar cualquier cosa que no sea del  
agro pampeano o recursos naturales y perder algunos avances ya  
logrados, como el del turismo y algunas exportaciones no  
tradicionales, más un deterioro de las economías regionales.
- Subsidiar exportaciones. Tiene costos fiscales y la posibilidad de  
sanciones internacionales.
- Impuesto a la renta potencial. Quizá lleve a un enfrentamiento  
violento con la Sociedad Rural y sus numerosos aliados.
- Iniciar un nuevo ciclo de endeudamiento, aprovechando las tasas  
bajas que hoy prevalecen en el mundo.
- Dejar de crecer para no importar.
- Tirar la toalla y reconocer que la economía argentina no nació para  
tener industria