21 dic 2011

Se va la segunda Por: Ricardo Forster



Hay momentos en que es posible sentir la presencia de la historia, de su aliento y de su potencia. Momentos de oportunidad y riesgo tocados por la intensidad y definidos por la importancia de lo que se abre pero que también nos señalan la extraordinaria significación de lo que ha quedado detrás de nosotros y que ha conmovido profunda y estructuralmente la vida de un país extraviado y sin encontrar, al menos en esos años oscuros y tormentosos del final de siglo, la orientación para salir de una época signada por la multiplicación de la injusticia y la expansión inmisericorde de una hegemonía político-económica que fue borrando lo que quedaba de equidad en una sociedad desprovista de esperanzas. Momentos en los que se vuelven a abrir las intensidades que permanecían dormidas o que habían sufrido el cruel destino de los derrotados que no es otro que el ostracismo o el olvido. Momentos en los que la dinámica imprevista de la historia recupera lo que se había perdido y vuelve a hacer visible lo que permanecía invisible reconstruyendo puentes de ida y vuelta entre el presente y ese pasado semidesvanecido que, sin embargo, regresa desde una espectralidad que nos recuerda que es imposible borrar para siempre la memoria de un pueblo. Momentos en los que todo se pone en discusión y en los que el apasionamiento vuelve a apoderarse de los sujetos sociales como sólo lo puede lograr la recuperación de la lengua política entendida como instrumento de disputa y transformación. Ser contemporáneos de momentos así constituye un raro privilegio y un enorme desafío precisamente allí donde se conjugan el peligro y la oportunidad. Siempre es bueno recordar lo que decía el poeta: “Allí donde crece el peligro también crece lo que salva”.
Traducido a nuestra experiencia histórica esto tal vez significa que sólo cuando se abre el horizonte y se avanza hacia lo nuevo es cuando lo que se pone en juego es de tal densidad que el peligro siempre está a la vuelta de la esquina. Sin este juego entre desafío y riesgo, entre audacia y peligro, la aventura política no pasaría de ser otra cosa que administración burocrática de los asuntos sociales. Algo de esto signó la trayectoria vital de Néstor Kirchner.
Uno de esos momentos en los que es posible mirar de otro modo la realidad haciendo un balance de lo conquistado, de lo que falta y de los riesgos que no sólo vienen de afuera sino que a veces anidan en el interior de las propias estructuras, momento cargado de fuerza y emotividad, fue el día en el que Cristina Fernández asumió su segundo período como presidenta del país. Y no sólo porque esa fecha suponga un hito decisivo y fundante sino porque constituyó una oportunidad para mirar atrás y reconocer el camino recorrido desde aquel otro país que siempre parecía bordear el abismo. Tuvieron que transcurrir más de 80 años para que una misma fuerza política alcanzase un tercer mandato consecutivo pero con una diferencia no menor: en 1928, cuando Hipólito Yrigoyen asumió su segunda presidencia, lo hacía sucediendo a quien ya era su archirrival en el seno del radicalismo y en el que las huestes del alvearismo, los llamados antipersonalistas, terminarían, en muchos casos, apoyando el derrocamiento del Peludo; mientras que ahora, en el 2011, se prolonga y se profundiza el proyecto abierto de manera inesperada, como si se hubiese generado una pequeña grieta en el muro del poder hegemónico, por donde Néstor Kirchner se introdujo el 25 de mayo de 2003 para iniciar una extraordinaria travesía transformadora capaz de dejar atónitos a quienes desde siempre se creyeron los dueños del país. Giro alocado de la historia que le tocaría continuar y profundizar, pero ahora en soledad y enfrentando nuevos y variados desafíos que exigirán la consolidación de una voluntad colectiva, a su compañera de vida e ideales. En su discurso del sábado 10, un discurso surcado de lado a lado por una fuerte emotividad que, en varias ocasiones, pareció que la llevaría a quebrarse, Cristina buscó, no sin esfuerzos, las palabras y los giros retóricos que le permitieran describir la complejidad de una época, la nuestra, en la que tantas cosas han sucedido y tan dramáticamente se modificaron de cuajo núcleos que parecían irreductibles. Sus palabras dejaron constancia de la escena que nos toca transitar al mismo tiempo que señalaron las vicisitudes y los desafíos por los que se atravesó y por los que seguramente atravesaremos en los años por venir en medio de un contexto internacional entre sorprendente e indescifrable que compromete a las principales economías del mundo. Sólo corren riesgos quienes toman el toro por las astas. Los otros, los que se acomodan a cada situación, suelen pasar desapercibidamente por la historia. Ni Néstor ni Cristina Kirchner pertenecen a esta segunda categoría.
En el fárrago de acontecimientos y en medio de una época que tiene mucho de crepuscular y de insospechadas derivas, en nuestra geografía sureña, maltratada por diferentes formas de explotación que se condensaron en su expresión última –el capitalismo neoliberal– soplan vientos de cambio que provienen de antiguas y nuevas tradiciones emancipatorias de las que el kirchnerismo no puede sino beber como fuente imprescindible de su propia deriva por una historia que viene recuperándose de la amnesia pospolítica y posideológica que dominó en las últimas décadas del siglo veinte.
La diferencia, entre aquel lejano 1928 y este 2011, no es menor ni supone una alusión caprichosa: marca el rasgo distintivo de esta etapa de la historia argentina que, no por casualidad, viene a cerrar décadas de desconcierto, desventura, desesperanza, fragmentación, violencia y vaciamiento de aquello que la recuperación de la democracia había querido convertir en núcleo decisivo de su cristalización histórica pero que pareció naufragar en medio de la tormenta desatada con el cambio de siglo: la construcción de una sociedad más equitativa, libre y soberana. El estallido del 2001 dejó al descubierto la red de complicidades políticas y corporativas que llevaron al país a una ruina que prácticamente no dejó nada sin contaminar (siempre es interesante interrogarse en el espejo de qué República se ven reflejados nuestros actuales opositores que sienten nostalgia de una calidad institucional supuestamente extraviada en estos ocho años de “populismo” pero que nada dicen de aquel país mortificado por todo tipo de impunidades e injusticias). El gesto entre fastidiado, desconsiderado y pícaro con el que Alfonsín hijo jugueteaba con sus anteojos mientras hablaba la Presidenta simbolizó perfectamente la “seriedad institucional” a la que aspira la oposición o los fragmentos deshilachados que quedan de ella.
En todo caso, primero Kirchner, y después Cristina, vinieron a reparar el inmenso daño que, desde aquel infausto 1976, se había hecho contra la misma democracia y, fundamentalmente, contra los hombres y mujeres que sufrieron la violencia de un sistema que utilizó tanto los oscuros y tenebrosos instrumentos del terrorismo de Estado –cuando le fue necesario para consolidar sus intereses y su poder–, como las diversas formas de la conspiración y el chantaje económico cuando, ya bajo democracia, quisieron y lograron condicionar a los distintos gobiernos que se sucedieron. No resultará menor, a la hora de hacer un balance histórico –de esos que sólo el paso del tiempo permite–, destacar la consolidación de la capacidad de decisión del poder democrático que pudo sortear con éxito la prepotencia, también histórica, de las corporaciones habilitando, de ese modo, una fuerza de la que había carecido la democracia.
En su discurso, Cristina no dejó de señalar los intentos destituyentes que sacudieron en distintos momentos a su gobierno, pero lo hizo no para dar testimonio de lo sucedido sino como advertencia a esos mismos grupos corporativos. Si algo ha quedado claro desde el día siguiente al contundente triunfo electoral, día que se abrió con una escalada contra el dólar intentando forzar una devaluación y que aceleró la fuga de capitales, es que la respuesta del Gobierno –exigencia de que las empresas petroleras y mineras liquiden sus divisas de exportación en el país e implementación de un control, en bancos y casas de cambio, de la compra y venta de dólares– ha sido y seguirá siendo muy clara y precisa. Así como en el 2007 se le intentó, a la Presidenta, fijar una agenda a medida del establishment, lo mismo se buscó en las semanas siguientes a las elecciones y con lo que se encontraron, los conspiradores de siempre, fue con la decisión del Gobierno de seguir avanzando por un rumbo que no se corresponde con esa otra Argentina acostumbrada a ser custodiada, en sus privilegios, por quienes, elegidos en su momento por el voto popular, deberían haber construido proyectos autónomos pero que acabaron como fieles sirvientes de esas mismas corporaciones que hoy siguen insistiendo con ocupar el centro de la escena. No han comprendido todavía que algo sustancial ha cambiado en el país y menos han sabido descifrar el núcleo irreductible del kirchnerismo, incluso después de las experiencias turbulentas del 2008 y el 2009, años en los que intentaron llevarse puesto al Gobierno y se encontraron con una respuesta ejemplar que ha servido para darle identidad a un proyecto que avanza en el sentido de su profundización.
Fue el de Cristina el único gobierno democrático, desde el lejano 1955, una vez que el derrocamiento de Perón clausuró el primer gran proyecto popular y habilitó elecciones condicionadas que le dieron el triunfo a Frondizi, que ante las presiones y las distintas estrategias de destitución que ensayaron los poderes corporativos no sólo que no retrocedió ni concedió lo que se le exigía sino que, por el contrario, dobló la apuesta impulsando algunas de las transformaciones democráticas y populares más decisivas de las que tengamos memoria (porque de las otras, las que consolidaron el poder de las corporaciones, hubo frecuentes y también bajo gobiernos democráticos incluyendo a los que las favorecieron en nombre del propio peronismo y del progresismo aliancista a lo largo de la década del ’90 y hasta el 2003). No casualmente en su discurso del sábado 10 ante la Asamblea Legislativa diría con enfática convicción, corroborada por sus acciones de gobierno: “Que se den por notificados: ¡yo no soy la presidenta de las corporaciones… soy la presidenta de cuarenta millones de argentinos!”. ¿Cuánto tiempo esperó la sociedad que algún presidente pronunciara una frase de tal contundencia y probada por los mismos acontecimientos? ¿Ante esa frase siguió acaso el hijo de Alfonsín jugando con sus anteojos?
Una frase sin eufemismos y lanzada al centro del espectro político. Una frase que afirma lo que se hizo en el pasado reciente para invertir los términos de la hegemonía y lo que se piensa seguir haciendo para consolidar y profundizar un proyecto que, como lo viene señalando con énfasis en sus últimas intervenciones Cristina, seguirá girando en torno de la búsqueda de una igualdad creciente. Por eso no fue tampoco casual que haya reivindicado aquellas leyes que durante su gobierno hicieron centro en distintos aspectos de la igualdad: mencionó, en primer lugar, lo que en términos de distribución más igualitaria de la palabra aportó la promulgación de la ley de servicios audiovisuales para agregar, inmediatamente, las ley de recuperación del sistema jubilatorio poniéndolo nuevamente en manos del Estado nacional y su complemento, la ley de movilidad jubilatoria que garantiza dos aumentos anuales que ya no dependen del capricho de ningún gobernante. A eso hay que sumarle la ley de matrimonio civil igualitario y la implementación del mayor programa social de América latina, la asignación universal por hijo. Ese ha sido y será el eje de un proyecto que enfrenta un enorme desafío ahí donde la economía mundial atraviesa su peor crisis desde el año ’30 y en el que regresan con fuerza las presiones que buscan “moderar” el ímpetu de estos últimos años que no fue sólo de crecimiento a tasas chinas sino que, fundamentalmente, buscó establecer un nuevo paradigma redistribucionista (y al que todavía le falta bastante para invertir la lógica de la desigualdad estructuralmente implantada en el país desde la época de Martínez de Hoz y profundizada durante el período de la convertibilidad menemista). Tal vez por eso, otro de los énfasis de su discurso fue el de sostener el proceso de industrialización sin por eso dañar ni el empleo, ni el salario, ni el consumo, piezas maestras, junto con la intervención activa del Estado, para generar políticas anticíclicas que, en consonancia con los otros países de la región, permitan recorrer del mejor modo posible una etapa de imprevistas turbulencias externas.
Es en este registro que también debe leerse cierto cortocircuito con el sector sindical que, bajo una lógica propia y en ocasiones autorreferencial, no ha tomado debida nota de los cambios en el contexto internacional, aunque también es justo reconocer que ha sido, a lo largo de estos años, no sólo un aliado consecuente del Gobierno sino uno de los actores menos conflictivos y que actuó con la mayor de las racionalidades comprendiendo que su propia suerte está atada a la continuidad del proyecto iniciado en 2003. Habrá que ver de qué manera se despliega esta zona de nuevas y complejas tensiones. Difícil es imaginar que se pueda seguir avanzando, al menos sorteando mejor las dificultades, en la profundización del modelo sin esa fuerza de apoyo que constituye la CGT. Cristina también jugó con las comparaciones y las diferencias entre la actualidad y el primer peronismo en el que, según la constitución de 1949, no existía el derecho a huelga. Las interpretaciones han sido y seguirán siendo múltiples, aunque me inclino por el reconocimiento que hizo de ese derecho y, a su vez, de la diferencia que existe entre su uso legítimo y el chantaje como modo de anticiparse a lo que será un probable aumento de la conflictividad social. De todos modos, la emergencia de núcleos conflictivos no debe ser asimilada a un déficit de la democracia sino, desde una perspectiva completamente distinta, debe pensárselo, al conflicto, como una energía renovadora que impide el estancamiento de las aguas.
Mientras eso afirmaba la Presidenta, desde las tribunas de opinión liberal conservadoras se insistía con la cantilena de la inflación y de la supuesta ceguera del Gobierno para dar cuenta del “flagelo inflacionario” y se exigía un sinceramiento que tendría que venir acompañado, de modo inevitable, por un “plan de ajuste” tal vez calcado del que se está implementando en la mayor parte de los países de la comunidad europea. Nuestra derecha carece de originalidad a la hora de replicar, en nuestras costas, el recetario neoliberal. Detrás del latiguillo de “las metas de inflación” (latiguillo que también utiliza el neoprogresismo del FAP) se encuentra solapada la ortodoxia económica de siempre, esa que piensa lo social como un gasto y que le echa la culpa al Estado del cuantioso dispendio de fondos que nos pertenecen a todos pero que se utilizan, eso gritan a los cuatro vientos y replicados por la corporación mediática, para continuar “la fiesta populista”. La respuesta concreta y discursiva del Gobierno sigue agobiando a la alquimia de opositores deshilachados, progresistas de ocasión y periodistas “independientes” que sólo esperan, con sus rosarios a mano, que se desate, ¡por fin!, una tormenta redentora –bajo la forma de la catástrofe tan anunciada por la ex pitonisa chaqueña– que limpie nuestro territorio de tanto desvío clientelar y demagógico.
Fue entonces, el de Cristina, un discurso medular que, no casualmente, comenzó con la cuestión de los derechos humanos, la derogación de las leyes de impunidad y el avance de los juicios, y que se continuó destacando la direccionalidad política de la economía y que concluyó en la relevancia absolutamente central que se le ha dado y se le seguirá dando a la educación. Un discurso para recuperar la memoria y para ir construyendo un futuro que no se aleja hacia un horizonte inalcanzable sino que se entreteje en el hacer cotidiano como desafío de las generaciones actuales. Un discurso que sueña, con los ojos bien abiertos, con una patria más igual, más libre, más solidaria y más democrática.