11 nov 2011

Lo que vendrá Por Edgardo Mocca Politólogo, director de la revista Umbrales.

Pese a la continuidad de Cristina Kirchner, el escenario político está marcado por fuertes rupturas. Con una oposición desorientada, la disputa se trasladará al interior del peronismo.

Nicolás García Uriburu, María Antonieta pastora, 1966 (Gentileza del autor)
a política argentina se encamina hacia una curiosa dialéctica de continuidad y ruptura.
La continuidad aparece visible en la superficie: empieza el segundo período presidencial de Cristina Kirchner y el tercero de gobierno kirchnerista. Sin embargo, no es difícil percibir que esa continuidad de signo político en el gobierno alberga señales de un nuevo ciclo de la democracia argentina. El triunfo de la Presidenta con cifras plebiscitarias y las enormes diferencias de volumen respecto de una oposición fragmentada y confundida son la expresión de las nuevas relaciones de fuerza políticas en Argentina. Es posible intentar, a partir de esta nueva escena, el esbozo de un conjunto de líneas posibles de desarrollo que, en su conjunto, marcarían el nuevo contorno político.
La oposición –o, más precisamente, las oposiciones– tiene ante sí el cuadro de un rotundo fracaso y la necesidad política de revisar y ajustar rumbos estratégicos. Hasta aquí, y como viene ocurriendo en los últimos años, han sido los centros del dispositivo mediático concentrado quienes establecieron la interpretación política dominante de la situación. Su diagnóstico ha situado en la carencia de liderazgos atractivos y la falta de disposición a avanzar en la unidad las causas del drástico contraste de las fuerzas que intentan desplazar al kirchnerismo del gobierno. Sería interesante, no solamente para las oposiciones sino para la democracia en su conjunto, que la discusión pudiera profundizarse en la dirección de razones más profundas y estructurales del derrumbe.
Desde marzo de 2008 hasta hoy hemos atravesado una etapa centralmente caracterizada por la discusión sobre la legitimidad del actual gobierno. No solamente sobre la legitimidad de las formas de ejercicio de ese gobierno, sino sobre la viabilidad histórica de su rumbo estratégico. Escondida detrás del alboroto sobre el supuesto atropello de las formas republicanas estuvo y sigue estando una cuestión de fondo: la pregunta sobre si es sustentable un modo de gobernar que sistemáticamente desafía material y simbólicamente a los grupos sociales históricamente establecidos como el poder real en Argentina. En estos tres años se ha discutido –no siempre de modo pacífico y civilizado– si el kirchnerismo era una variante de la “política normal” y sus matices aceptables, o si constituía una “anomalía” insoportable, enfrentada a una suerte de Constitución no escrita que prescribía la intangibilidad de los poderes fácticos que condicionan la vida democrática.
Es posible que hoy pueda aceptarse que esa discusión ha sido cerrada. Habrá quien pueda oponerse a ese dictamen y pretenda mantener inalterables los términos de la disputa política, pero no será fácil después de la contundencia del mensaje ciudadano argumentar a favor de mantener las estrategias que condujeron al fracaso. La deslegitimación absoluta del gobierno condujo a sus adversarios a su actual situación: difícilmente pueda esperarse que su continuidad y radicalización alcance resultados opuestos. La tendencia imparable a la revisión profunda del discurso opositor contará con un impulso poderoso: buena parte de los principales actores políticos de la etapa que se cierra han sido, por lo menos provisoriamente, desplazados del centro de la escena política. La etapa que se abre no es promisoria para los halcones.


Rubicón opositor
El nuevo ciclo tiene el signo de la validación de la legitimidad del gobierno. Quedan, entonces, en los márgenes del sentido común político dominante las apelaciones refundacionales que convocaban a reconstituir nuestro lugar en el mundo y a replantear nuestros modos de convivencia como si el kirchnerismo hubiera sido un fantasma tan amenazante como fugaz en la historia de nuestra democracia. Si esa tendencia se confirma, es decir si la oposición acepta las características del nuevo escenario, será posible abrir, por ejemplo, una discusión sobre nuestra política internacional que ya no estará hipotecada por la demonización de las relaciones con los países de la región y la añoranza por los buenos viejos tiempos de las prioridades estratégicas hacia los “países serios”, sino que tendrá que discutir sobre el mundo realmente existente, en el contexto de lo que parece una imparable crisis del paradigma que rigió en las últimas tres décadas. Del mismo modo, se podrá abrir un debate sobre el programa económico vigente, capaz de reconocer la necesidad de correcciones y adaptaciones a las nuevas realidades sin condescender con los clásicos sonsonetes neoliberales de “la seguridad jurídica” y “el clima de negocios”.
Hay un Rubicón que las oposiciones deberán cruzar si quieren iniciar un proceso de reagrupamiento y recuperación de credibilidad: es el paso a la autodeterminación política basado en la ruptura de la matriz mediático-dependiente en la que han actuado en los últimos años. Es, acaso, el más audaz de los pasos que serían necesarios. No es fácil la separación de aguas con las empresas de la comunicación, en tiempos en que en el país y en el mundo rige la “democracia de audiencias”(1), aquella forma política en la que los partidos apoyados en densas tramas de identidades sociales son reemplazados por liderazgos personales popularizados a través de los medios de comunicación. Tal vez haya que diferenciar, si esto fuera posible, entre el medio de comunicación como arena necesaria de la lucha política y las grandes empresas mediáticas como agencias de coordinación estratégica opositora.
La construcción de una articulación alternativa y un liderazgo que la encabece solamente será viable sobre la base de un planteo fuertemente renovador en torno a tres cuestiones esenciales. La primera es el desplazamiento de la disputa del terreno de la cuestión de la legitimidad al de la propuesta de políticas diferentes; la segunda es el reconocimiento del nuevo contexto mundial y de la mutación de la posición argentina en ese marco; la tercera es la autonomización de la política respecto de los poderes fácticos y sus articulaciones mediáticas. Como se ve, no se trata de que el tinglado opositor se reconvierta en kirchnerista, sino de aceptar un terreno común de discusión política, una agenda compartida que permita establecer acuerdos y disputas.
Las fuerzas de la oposición deberán recorrer el camino de su recuperación en el nuevo cuadro que emergerá de la elección. No emergió del comicio ninguna fuerza de oposición claramente destacada del conjunto. El segundo lugar es un premio consuelo apreciable y la ocasión parece propicia para instalar a Hermes Binner como un nuevo referente nacional en el centro del sistema político, pero esto no significa que se genere nada parecido a una “jefatura de la oposición”. El único modo de validar esa figura simbólica es la existencia de un formato de competencia bipartidista, que claramente no existe a nivel nacional desde la crisis de 2001.
En el archipiélago de pequeños y medianos espacios de oposición resultante aparecen algunas nuevas realidades que vale la pena analizar. La más visible es la profunda crisis del radicalismo. La UCR no tendrá que administrar solamente un muy mal resultado electoral sino también la puesta en cuestión de su lugar en el sistema político. La alianza con la derecha en la provincia de Buenos Aires no le dio dividendos electorales ni la valorización de su importancia para un futuro frente de ese signo. Difícilmente después de esta experiencia la derecha mire al radicalismo como potencial aliado, sobre todo cuando dispone de la variante macrista, relativamente a salvo del naufragio gracias a su prudencia. ¿Es posible el regreso del radicalismo a la política de alianzas “progresista”, con el socialismo en su centro? Nada puede descartarse, pero la unidad tendría que dar cuenta de una relación de fuerzas muy deteriorada para el radicalismo. De hecho, el promisorio avance de Binner y el Frente Amplio Progresista se sustenta más en la adopción de un discurso moderado y centrista, históricamente característico del radicalismo, que de una propuesta alternativa a la izquierda del gobierno.
La perspectiva del macrismo es distinta. No salió totalmente indemne del episodio electoral. Aunque la abstención presidencial de su jefe impide incluirlo en las magras estadísticas opositoras, y aunque tendrá en una jefatura de gobierno porteño ampliamente revalidada un fuerte soporte para sus pretensiones, su proyecto político se ve afectado por el derrumbe de su potencial aliado, el “peronismo disidente”. Si se atiende a la experiencia de la exitosa construcción política porteña y a la performance de su figura más promisoria fuera de la Capital, que fue la de Santa Fe en torno de Miguel del Sel, parece que el eventual camino al gobierno nacional de la derecha macrista pasa por la cooperación con sectores peronistas enfrentados con el kirchnerismo. Pero, por lo menos provisoriamente, el peronismo antikirchnerista ha dejado de existir. La decisión de Felipe Solá de abandonar el bloque de diputados del peronismo federal, el avance en el mismo sentido de los diputados santafesinos de esa bancada, y hasta ciertos movimientos, por ahora confusos, de Alberto Rodríguez Saá, muestran que esa simbología política quedará circunscripta a quienes sigan en la compañía de Eduardo Duhalde después de su pobre desempeño electoral. No habrá, por lo menos en tiempos cercanos, “macriperonismo”.


Hacia adentro
El peronismo realmente existente es el que hoy se encolumna detrás de la figura de Cristina Kirchner. Es el mismo que mañana se convertirá en el escenario de tensas disputas políticas. En el actual balance de fuerzas este hecho estaría indicando que el centro de la disputa política pasaría al interior del peronismo. Tranquilamente podríamos imaginar unas primarias abiertas en 2015 que jugaran el papel para el que fueron creadas, es decir la selección por parte de todo el padrón electoral de los candidatos presidenciales, incluido el de la fuerza con más chances de ganar el gobierno. La previsión ya circula, y alimenta abundantes y desleídas referencias a partidos “hegemónicos” y hasta partidos “únicos”. Lo cierto es que Argentina tiene un régimen político plenamente competitivo: son sus peripecias políticas, y no el imperio de restricciones a la libertad política, las que alimentan predominios partidarios circunstanciales.
La etapa que se inicia tiene una figura central, la presidenta Cristina Kirchner. La probabilidad de que efectivamente se abra paso una nueva modalidad de relaciones entre política y sociedad y entre actores políticos entre sí está muy asociada a la iniciativa que, en ese sentido, tenga la Presidenta. En sus últimos discursos, Cristina ha acentuado la necesidad de la unión nacional. Es, sin duda, una invocación muy sensible y polémica. Algunos opositores creerán ver en ella el argumento que históricamente fomentaron los regímenes autoritarios para crear un clima de unanimismo y negación de la pluralidad. Otros desconfiarán del giro retórico, al que pondrán bajo la sospecha de ser la portada de un giro hacia la moderación y un freno al proceso transformador. Serán el tiempo y sus mudanzas los que carguen o no de contenido a la consigna. Pero eso no impide un intento de interpretarla a favor de una necesaria superación de la etapa que se cierra. El conflicto por la hegemonía es constitutivo de la política. Eso no quiere decir que la historia sea una cadena eterna de conflictos sin soluciones ni equilibrios provisorios. En cada época, la idea de la unidad nacional se carga de significaciones particulares. Sin una idea de unidad nacional no hay Constitución, ni Estado, ni derechos, ni obligaciones ciudadanas. Acaso el contenido de la unidad nacional para la etapa que se abre sea el de establecer un nuevo equilibrio basado sobre el mutuo y generalizado reconocimiento de legitimidad entre los actores. El de construir un suelo común de referencia para plantear nuestros acuerdos y diferencias. El de abandonar la sensación de que somos dos países para pensarnos como un solo país plural, conflictivo y pacífico.

1. Bernard Manin, “Metamorfosis de la representación”, en Mario Dos Santos (comp.), ¿Qué queda de la representación política?, Clacso, Caracas, 1992.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur