4 ago 2011

Fortalezas e ilusiones del Gobierno Por Eduardo FidanzaPara LA NACION

La letra inicial de las patentes de vehículos ha llegado a la K. Antes que ver en esto un presagio hay que considerarlo por lo que es: un indicador del acelerado consumo de automóviles que existe en el país. Según se dice, si el patentamiento continúa a este ritmo, en poco tiempo deberá reconsiderarse el sistema clasificatorio porque el abecedario se habrá agotado.
La adquisición de coches, electrodomésticos, esparcimiento, ropa y calzado se mantiene, y de acuerdo con la investigación política arroja un neto rédito para el Gobierno. El poder de compra se asienta en por lo menos tres factores: el aumento del PBI, el nivel de empleo y el valor del salario real, relativamente preservado de la inflación.
Pero el predominio electoral no se agota en la cuestión económica. Lo que en la jerga periodística se llama "el voto cuota" es una razón necesaria, aunque no suficiente. Al crecimiento económico y sus efectos virtuosos en términos de empleo y salario hay que sumarle una serie de preferencias, obtenida mediante los sondeos de opinión, que arroja altos índices de identificación con el relato oficialista.

Así, más del 60% de la población está hoy de acuerdo con un papel protagónico del Estado en la economía; con una participación importante de éste en la propiedad de las empresas privadas; con la continuación de los juicios a los militares, y con la no intervención de la fuerza pública en casos de protesta social que afecten a terceros. Un porcentaje ligeramente menor está de acuerdo también con mantener o incrementar las relaciones con Hugo Chávez.

A este apoyo a las líneas directrices de la ideología del Gobierno debe sumársele la alta adhesión que concitan políticas concretas como las jubilaciones, la asignación universal por hijo y la recuperación del control estatal de los fondos de pensión y la aerolínea de bandera.

Con sintonía apenas un poco más fina que la empleada habitualmente, se llega a las mismas conclusiones de la sociología clásica: la conducta humana no se explica sólo por razones económicas sino por una compleja trama de intereses materiales e ideales, como los designaba Max Weber. A este hallazgo centenario hay que agregarle uno más reciente de los estudios electorales comparados: el factor económico es en la actualidad relativamente más importante que la identificación política para explicar la conducta del votante.

Si, atendiendo a estos factores causales, se combinan los niveles de consumo con los grados de identificación ideológica, se puede clasificar a la población argentina en diversos segmentos, cuya conducta es muy distinta a la hora de decidir el voto.

En efecto, estimándose la intención de voto de Cristina Kirchner para octubre en torno al 45%, en promedio, se observa que entre los electores que menos consumen y no se identifican con el Gobierno ese porcentaje desciende a 16. En las antípodas, entre los que más compran y más se identifican con al modelo, el voto a la Presidenta llega casi al 80%.

Esta es la ventaja de Cristina de cara a las presidenciales: el consumo y el relato. Aunque con un matiz: la buena performance electoral del Gobierno pareciera basarse antes en el bienestar económico que en la identificación política. Dicho en otros términos: sería poco probable que la gente aprobara el discurso populista si el país estuviera en recesión.

Es iluminador poner estas evidencias en perspectiva histórica. Los Kirchner llegaron al gobierno en el momento en que se producía una disyunción en la sociedad argentina, que la llevaría, por así decirlo, de la desgracia a la felicidad. Pocos meses separaron el saqueo de los ahorros, el desempleo generalizado y el caos social del restablecimiento de la autoridad presidencial y, lo que es clave, del impresionante aumento del precio de la soja y de otras materias primas, que inundó de riqueza al país. Para mostrarlo con un indicador de la vida cotidiana: las vacaciones de 2002 fueron desoladoras; las de 2003 en adelante mostraron la progresiva recuperación del ánimo y del poder de compra de los argentinos.

Mi hipótesis es que sobre el terreno fértil de la nueva economía Néstor Kirchner insertó, con el oportunismo de los líderes, un relato político-religioso adecuado, cuya síntesis expresó con estas palabras, que fijaban un trayecto y un tempo : estamos yendo, paso a paso, del Infierno al Purgatorio. El discurso contenía un elemento central de las teodiceas religiosas: la explicación del sufrimiento del justo y la asignación de culpas a los responsables del mal. Los argentinos fueron absueltos, el poder económico condenado. Nada más pertinente para el trágico final de la convertibilidad, cuando las empresas despidieron masivamente personal y los bancos se quedaron con el dinero de los ahorristas.

En ese contexto, la revalorización del liderazgo político, el apoyo al Estado para limitar y controlar la iniciativa privada, la inculpación del capitalismo y la reescritura de la historia reciente tejieron un manto bajo el que se refugió la mayoría de los argentinos, con la orientación de Néstor Kirchner. Pero esto fue una parte de los hechos. En paralelo con la marcha heroica del Infierno al Purgatorio, hubo otra, más significativa y menos épica, que condujo a los argentinos del desempleo al gasto, del descontento al plasma, de la desesperación al shopping .

Todo parece indicar que en el presente se mantienen las condiciones propicias para prolongar la dominación política kirchnerista. El Gobierno dispone de recursos económicos y simbólicos y de una clara ventaja electoral. La oposición es débil y está fragmentada. Sin embargo, una inquietud sorda recorre al oficialismo, mientras la esperanza de un cambio reverdece entre los ciudadanos que no votarán a la Presidenta. La administración carece de respuesta ante las noticias adversas: derrotas electorales, protestas trágicas, crisis en la política de derechos humanos, resentimientos y disputas internas la sacuden sin que logre recuperar la iniciativa.

Quizás el kirchnerismo haya entrado en un proceso de debilitamiento no perceptible para el tipo de lectura que se hace hoy de la esfera pública. Las encuestas -aun las confiables- son la óptica empleada para analizarla. Ellas asimilan la fortaleza a las frecuencias estadísticas y dictaminan que domina el juego el que mejor imagen y mayor intención de voto tiene. Nada dicen, sin embargo, sobre las formas de construcción de coaliciones y alianzas, los modos en que se toman las decisiones, las relaciones de fuerza entre los actores y los mecanismos de legitimación, entre otros elementos decisivos de la acción política.

El estilo de los Kirchner, se ha dicho y constatado con amplitud, es férreo, cerrado, belicoso. Y propio de invencibles. Acaso se trate de una sobreactuación de la fortaleza que encubre debilidad. Es la paradoja que no pudo eludir Goliat.

Más allá de las virtudes exhibidas a partir de la viudez, Cristina Fernández ha sido fiel a ese modo de proceder. El talante presidencial no admite fisuras ni errores. Invariablemente pone la falta en los otros y cultiva las más diversas formas del desaire. Suele descartar la crítica lúcida y se complace con el elogio de los cortesanos. Además, la Presidenta cree que sobre ella recae una misión histórica que la ubicará y la hará perdurar en la memoria del país como una figura del más alto vuelo. El buscado paralelo con Eva Perón es indisimulable.

Al cabo de su ciclo, y más allá de las pretensiones de trascendencia, los Kirchner mostrarán tantas luces como sombras. Varios logros quedarán en pie y serán reconocidos. Las fallas profundas, en cambio, obligarán a los nuevos dirigentes a un esfuerzo de Sísifo: suturar heridas, exigir transparencia y recrear hábitos básicos de civilización política.

Un lúcido intelectual kirchnerista me decía en off que el problema es el desgaste. Que ocho años es mucho tiempo, que las lealtades están resentidas y apenas disimuladas las diferencias. Que el éxito electoral que auguran las encuestas mantiene todo atado, pero que el hilo es débil y quebradizo. Si, como presumo, éste es un gobierno fuerte en votos, pero políticamente debilitado, tal vez convenga concluir señalando algunos rasgos de esa fragilidad.

El primero es el aislamiento. La cima del poder, que suele ser poco frecuentada, hoy está casi desierta. La ocupan escasos familiares directos, un par de amanuenses de rigor y algunos jóvenes con virtudes profesionales y exigua experiencia política. De allí salen las decisiones, poco ventiladas, sin debate.

El segundo rasgo es el empecinamiento omnipotente, un sello del régimen. Repetir e insistir, fantasear: "Seguiremos dando a todos más que nadie, ¡Nunca menos!"; "el nuestro es el mejor gobierno de la historia", "sabemos cómo hacer las cosas"; "los demás ponen palos en la rueda y son fracasados". Lejos quedaron los sobrios días de la odisea que nos llevaría del Infierno al Purgatorio.

El último rasgo, acaso el más peligroso, es la ilusión demoscópica, una de las enfermedades más severas de la política moderna. Se trata, en este caso, de la vertiginosa sensación que provee el espejito, espejito de las encuestas, al que va ganando una elección. Es un juego adictivo y equívoco, que hoy refleja un Gobierno de apariencia imbatible, sin advertirnos acerca del riesgo que entraña para el futuro su creciente debilidad.

© LA NACIONEl autor es sociólogo y director de Poliarquía Consultores
Publicado enn el diario La Nación el 3 de agosto de 2011