18 abr 2011

La policía, el miedo y la democracia Por Ricardo Forster


Ricardo Forster
Una sociedad es más democrática cuando logra no sólo mejorar la calidad de sus instituciones sino, también, cuando alcanza un equilibrio entre sus estructuras republicanas y la distribución más equitativa de los bienes materiales y simbólicos que se producen. Esforzarse por ampliar las libertades públicas es correlativo a romper el cerco de la desigualdad que viene asfixiando a nuestra sociedad desde hace varias décadas. Una desigualdad que asume una doble perspectiva: la que se expresa en la concentración en pocas manos de la riqueza material y aquella otra forma exponencial de la desigualdad que se manifiesta en la concentración monopólica de la circulación de las palabras y las imágenes. Encontrar los vasos comunicantes entre la tradición republicana –una tradición que también ha dejado mucho que desear entre nosotros y que no ha atravesado la historia nacional de una manera virtuosa– y la tradición democrática –en particular aquella que viene a expresar la demanda de los incontables por ser tomados en cuenta en la suma de los bienes y en su distribución, pero que tampoco ha logrado sortear su paso por la historia sin manchas ni contradicciones–, es, sigue siendo, uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.

No es casual que la derecha contemporánea se ocupe prolijamente de separar, dentro de su limitada concepción de la democracia y de la república, lo que tiene que ver con las garantías institucionales y el respeto a los sacrosantos contratos comerciales, de aquello otro que oculta la apropiación minoritaria de la riqueza socialmente producida (cuando se trató de romper los contratos o de manipular instituciones para garantizar dividendos y negocios dejaron de recurrir a su retórica republicana para utilizar su otra retórica, la de los astutos mercaderes o la de la simple y brutal violencia destituyente, del mismo modo que no han retrocedido en la horadación de la legalidad allí donde lo que se privilegiaba eran sus intereses, sus ganancias y su poder). Muy preocupados, supuestamente, por la “calidad de las instituciones”, se desentienden olímpicamente de la propia tradición liberal a la hora de poner en cuestión las prácticas que han generado su envilecimiento. La concentración monopólica de los medios de comunicación les resulta compatible con la libertad de expresión. La corrupción y el envilecimiento de las instituciones policiales son el mal menor ante el avance de la delincuencia, un problema sobre el que no suelen pronunciarse mientras se desgañitan exigiendo la baja de edad en la imputabilidad, el uso de la represión y la eliminación de los sistemas de garantías. De diversos modos, esos virtuosos republicanos han sido cómplices de la transformación de la policía en una gigantesca fuente de corrupción y de presión política.

Resulta llamativo que quienes se desgarran las vestiduras en nombre de la República reaccionen de manera destemplada cuando una ministra de la Nación describe algo que todo el mundo reconoce: que el problema de la seguridad comienza por la misma Policía Federal, allí donde su núcleo duro está profundamente envenenado por las más diversas formas de corrupción. Nilda Garré, sin utilizar eufemismos ni buscar frases vacías y de circunstancia, puso blanco sobre negro alrededor de una de las mayores deudas de la democracia desde su reinstalación en 1983. Que eso comience a hacerse recién ahora constituye no un mérito del gobierno sino la puesta en evidencia de la debilidad que la propia democracia tuvo, a lo largo de casi tres décadas, para enfrentarse a uno de los poderes reales y malditos que la vienen condicionando desde hace años. Es mérito, en todo caso, de una decisión política que no por tardía resulta decisiva y fundamental. Una decisión retrasada y torpedeada por otros gobiernos democráticos que por debilidad o complicidad no intentaron tomar el toro por los cuernos sino que creyeron que podían “negociar” indefinidamente con quienes debieran cuidar la vida y los bienes de los ciudadanos pero que, en una parte significativa de su estructura, terminaron asociados a la delincuencia y la corrupción.

Difícilmente se podrá mejorar la calidad institucional si no se abre la caja de Pandora de las fuerzas de seguridad. Romper las complicidades y desarticular los votos de silencio que involucraron e involucran a una parte de las fuerzas políticas es, tal vez, el punto de inflexión, la búsqueda de otro horizonte que habilite una cotidianidad democrática capaz de sacarse de encima el brutal chantaje de quienes supuestamente fueron formados para realizar tareas que parecen haber extraviado desde los oscuros y brutales años de la dictadura.

Pero también supone evidenciar la profunda complicidad que existe entre ese proceso de envilecimiento policial y la multiplicación del “miedo” ciudadano al acrecentamiento, real y ficticio eso importa poco, de la inseguridad (los medios concentrados de comunicación se encargan de multiplicar exponencialmente lo que desde hace mucho tiempo es una herramienta siempre a la mano para asustar a la población e invalidar cualquier política que pueda complicar sus intereses). Es prácticamente intercambiable el proceso a través del cual la policía es manipulada por bandas y mafias y la proliferación de un discurso que partiendo del miedo permite amordazar a una sociedad asustada hasta de su propia sombra. Cuanto más impune resulte a los ojos del ciudadano medio la acción delincuencial, más dramáticamente reaccionaria será la demanda de seguridad hasta alcanzar formas muy cercanas a la histeria colectiva y a la lógica del linchamiento. El miedo, eso ya lo sabía el viejo y venerable Baruch Spinoza, es el eslabón que cierra la cadena del sometimiento sobre el cuello de la libertad y de la autoconciencia.

Pero el miedo se expande cuando una suerte de “zona liberada” se desplaza por entre los intersticios de la vida social y urbana dejando inermes a quienes ni siquiera pueden recurrir a la policía para que los proteja. La respuesta a ese miedo en expansión no suele ir dirigida contra sus causas reales (la desigualdad social, la brutalización de la vida en las megalópolis contemporáneas, el prejuicio y la criminalización de los pobres, la corrupción de las fuerzas policiales, la venalidad de funcionarios y la ideología de las derechas represivas) sino que se metamorfosea en exigencia de “mano dura” y de mayores condenas y persecuciones que incluyen, claro, la baja en la imputabilidad y hasta la exigencia de la pena de muerte. En ese río revuelto de sentimientos abrumadoramente deleznables y de paupérrima calidad moral, los que sacan pingües ganancias son los medios de comunicación sensacionalistas que azuzan el pánico, el establishment económico que logra transferir la reacción social hacia los “pobres y negros” que emergen como los causantes de tanto miedo, la derecha política que crece electoralmente y, por supuesto, la propia policía a la que se la convoca para que se haga cargo de la represión del delito.

Es por eso que la valiente intervención de la ministra Garré viene a invertir los términos de esa ecuación antidemocrática. Primero la decisión de Cristina Fernández de crear el Ministerio de Seguridad no para lanzar a la jauría revanchista sobre los desheredados como se pedía durante la toma del Indoamericano, sino para cambiar –salvo honrosas excepciones como la de León Arslanian en su paso por el Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires– la inercia de complicidades que encontraron su punto culminante en la brutal afirmación de Eduardo Duhalde de definir a la policía bonaerense como “la mejor policía del mundo”. Segundo, la coherencia con la que Nilda Garré ha encarado una de las tareas más difíciles que le han tocado a cualquier funcionario público desde la restauración democrática: transformar de cuajo una institución que, hasta ahora, ha venido expresando la continuidad de la dictadura en el interior de la sociedad de derechos que, de no ir por el camino valientemente decidido por CFK en un momento muy difícil, lo único que promete es más miedo y, claro, mayor sujeción a los poderes de siempre.

La violencia legal en manos del Estado y supervisada permanentemente su uso por el imperio de la ley y de los derechos civiles se topa con un enemigo feroz y portador de una enorme capacidad de envilecimiento allí donde le toca actuar en esos márgenes difusos en los que el derecho suele confundirse y donde la legalidad hace juegos de equilibrista caminando por la cuerda floja. Esa institución, llamada policía, se desenvuelve en una territorialidad compleja en la que se superponen el delito y la honestidad, la fuerza brutal y su uso de acuerdo a derecho. Sus tentáculos se mueven por las zonas del dinero, el poder y la venalidad como, supuestamente, encargados de combatirlos al mismo tiempo que penetra en ellos el veneno que destila la parte corrupta de un sistema sostenido no sólo por las formas honestas de la ganancia sino, fundamentalmente, por los ejercicios de la impunidad y la discrecionalidad propios de un orden económico acostumbrado al uso intensivo de prebendas y de actos de alevosa injusticia. Desde antiguo las fuerzas policiales (que han nacido para custodiar bienes y propiedades más que personas y derechos) han sido instituidas desde una profunda ideología de clase que tiende a transformarlas en fuerzas de represión y de choque contra los sectores más pobres y desprotegidos de la sociedad. La dictadura llevó esto hasta su hartazgo haciendo de la policía uno de sus brazos ejecutores o poniéndola al servicio de la maquinaria del terrorismo de Estado. El narcotráfico vino a agudizar todos los problemas estructurales y a facilitar el envenenamiento interno de la propia policía que convive, cada día, con quienes están en condiciones de corromperla infinitamente.

Una de las tareas más arduas y difíciles de la democracia es transformar esa inercia de violencia y criminalidad que ha capturado una parte no menor de nuestras fuerzas policiales sabiendo, como lo sabe, que sin tocar esos núcleos de impunidad la que queda comprometida es la propia democracia. Significa regular, hacer transparente y controlar con eficiencia el funcionamiento, casi siempre opaco, de una institución que, como lo señalaba anteriormente, convive codo a codo con la ilegalidad y se maneja, como pez en el agua, en el territorio de la vida social manejando ingentes recursos de inteligencia y de poder efectivo. Ha sido el juez Zaffaroni quien destacó, a partir del intento de golpe policial contra Correa en Ecuador, que en la actualidad sudamericana las fuerzas policiales (en particular cuando están unificadas en un solo cuerpo nacional) constituyen una amenaza mayor contra la democracia allí donde las fuerzas militares carecen de esa incidencia decisiva en la cotidianidad. Por eso sería un “error” (astutamente diseñado por el imperio y sus socios regionales) hacer que el ejército contribuya a la lucha contra el narcotráfico (el ejemplo mexicano y la brutal corrupción de una parte de sus estructuras militares está allí para recordarnos lo que significa dar ese paso).

Se trata, en definitiva, de proteger a la democracia de sus peligros “internos” que no son, como lo quiere la derecha, los que provienen de políticas distribucionistas y de mayor ampliación de los derechos sociales y civiles, sino de los que provienen de aquellas instituciones que han sido creadas para cuidarnos de la violencia delincuencial pero que, en muchas ocasiones, acaban por ser parte de ese peligro que se yergue sobre la vida cotidiana. Antes que la propiedad está la vida y sus derechos inalienables, tal vez ese sería un punto de partida decisivo para redefinir democrática y civilizadamente el derrotero de la policía y los contenidos pedagógicos que debieran estar a la base de sus escuelas de formación de cuadros. Impedir que el miedo se introduzca en nuestras conciencias es, quizás, una de las tareas impostergables y prioritarias de un orden político que aspira a darle forma a una sociedad cada vez más democrática y socialmente justa