Una de las consecuencias de la subordinación de la política a la lógica de la gestión empresarial ha sido, y sigue siendo, la anulación de cualquier intencionalidad asociada a un proyecto que logre sustraerse al día a día y a los lenguajes de la rentabilidad inmediata para reinstalar la idea del cambio, de la igualdad y de lo nuevo en las conciencias sociales.
La ideología del fin de la política se vinculó, desde los albores de los años ’80, cuando de la mano de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher el mundo giró hacia un nuevo conservadurismo de raíz liberal, con la producción intensiva de un imaginario político-cultural encallado en la certeza de una historia que ya había cumplido su tiempo para abrirse, de una vez por todas y de manera definitiva, a la calma chicha de una economía de mercado capaz de universalizarse y de eliminar, junto a la floreciente democracia exportada como retórica inmaculada por la potencia del Norte, a la presencia del conflicto y de cualquier alternativa al triunfo de esa ideología naturalizada en la conciencia de las sociedades.
El presente, su obsesión, se tragó de un bocado al futuro en el preciso instante en el que la política dejó su lugar a la mercantilización de todas las esferas de la vida. La promesa de la política, ese tiempo del porvenir, fue reemplazada por el dominio del puro presente, de una instantaneidad asociada a la lógica de la mercancía y del goce inmediato cuya posibilidad efectiva quedaba garantizada por el desplazamiento hacia la política-gestión. Una metamorfosis sustancial vendría a desplazar no sólo a un tiempo considerado expresión de antigüedad sino, fundamentalmente, a un tipo de sujeto político-social que ya no tendría lugar en el nuevo escenario de época. Es posible leer el triunfo de la derecha en Chile, encabezado por un empresario de éxito, en la estela de esta tendencia antipolítica que recorre a amplios sectores de la sociedad.
Entre nosotros, ese mecanismo de naturalización neoliberal, esa suerte de inexorabilidad de lo dictado por los mercados y sus “humores”, alcanzó su cuota máxima primero con la hegemonía menemista, que a lo largo de toda una década logró reescribir en el cuerpo nacional los intereses del capitalismo especulativo-financiero y el deseo de la desarticulación del Estado en nombre de la entrada rutilante a los goces prometidos por las seducciones primermundistas; y luego, por el continuismo de la Alianza que produjo una extraña mutación en la saga del progresismo argentino: logró que abandonara cualquier referencia a lo social y a la inequidad del sistema en función de su saneamiento moral mientras, y en nombre de la estabilidad sacrosanta, se perpetuaba un modelo que seguiría profundizando la pobreza y la exclusión de una gran parte de la sociedad.
De un modo inopinado e inesperado, el progresismo, que eligió el set televisivo como nuevo espacio político y como interpelador de una opinión pública que reemplazaba a las otrora masas populares caídas en el desprestigio y en el olvido, contribuyó a la perpetuación del modelo desplegado por las usinas del neoliberalismo vistiéndolo con las galas de viejas retóricas democráticas.
La catástrofe aliancista fue vivida, en primera instancia, como un “fin” de la política, asociándola, de un modo simplista y arbitrario, con la corrupción y la venalidad sin comprender que esa década infame había consumado no la realización de la promesa que se guarda en la asociación de política y democracia sino, antes bien, su vaciamiento en nombre de los valores del mercado. La consigna “¡Qué se vayan todos!” lejos de expresar un grito libertario, una sed de mayor democratización de la vida social, vino a manifestar el fondo antipolítico que persiste en ciertos imaginarios de las clases medias argentinas y que durante los años menemistas habían quedado obturados por la ficción de la convertibilidad y el acceso libre y sin visa al paraíso norteamericano.
La naturalización de los valores de la economía de mercado, la generación de un discurso radicalmente privatizador de todas las esferas de la vida culminando en la producción intensiva del ciudadano consumidor vinieron a darle forma al abandono de la política en los años ’90, un abandono que no tuvo consecuencias destituyentes mientras duró la fiesta de la convertibilidad.
Los primeros años del kirchnerismo constituyeron una tregua entre ese hilo secreto que recorre las entrañas de amplios sectores sociales y que tan bien supo tensar el menemismo, descubriendo lo “inconfesado” de esos mundos que estaban dispuestos a hipotecar el futuro en nombre de un presente vivido como puro goce, y la recuperación endeble pero renovadora de cierto impulso a la repolitización que se vinculaba con ciertas formas del pasado que habían sido invisibilizadas por el discurso neoliberal. Mientras el recuerdo fresco del abismo abierto con la crisis de diciembre del 2001 siguió habitando los días y las noches de los argentinos y mientras esa presencia de lo terrible se fue desvaneciendo de la mano de un crecimiento económico sostenido, la imagen y la popularidad de Kirchner se sostuvieron bien alto.
Pero cuando lo peor de la crisis fue dejado atrás, cuando nuevamente se abrieron las compuertas del consumo y se cerraron esas tímidas aberturas que por un raro instante de la historia nacional relacionaron equívocamente a sectores populares con las clases medias urbanas, el hilo secreto pero persistente de lo antipolítico, asociado ahora con un reflejo de clase y hasta racista, transformó la “primavera kirchnerista” de los primeros años en la evidencia de un gobierno “populista” capaz de conducirnos, según los pronósticos apocalípticos de Lilita Carrió y de ciertos periodistas que constituyen la gramática del sentido común y de la opinión pública, hacia el peor de los mundos.
Nuevamente la política fue acusada de venal, de ineficaz, de clientelista, de hegemonista, de confrontativa, levantando, esos sectores de oposición, como contrapartida virginal, las banderas de la administración y la gestión empresarial-republicana asociadas con la denuncia de la mala calidad institucional de un gobierno atravesado, según los ojos inquisitoriales del universo mediático concentrado, por los espectros de la corrupción y la discrecionalidad. El reflejo antipolítico volvió, con la crisis desatada por la resolución 125, a funcionar a pleno, haciendo demasiado visible lo que antes solía permanecer envuelto en astutas brumas.
Nuevamente, y ahora al calor de la brutal crisis desatada en el corazón de las economías centrales que amenazaba con redefinir la marcha del propio sistema capitalista, el dominio antipolítico del puro presente, el tormento de un aquí y ahora que elude cualquier posibilidad de futuro porque se dedica a multiplicar los peligros de catástrofe inmediata, se ha convertido en el recurso más utilizado por ciertos medios de comunicación que siguen jugando el juego de una oposición impiadosa, que siguen buscando los modos de horadar las decisiones legítimas del Gobierno.
Y el Gobierno, capaz de moverse al ritmo vertiginoso de una coyuntura inédita, sin embargo continúa con sus amalgamas de insinuación de continuidad en una cierta línea que no regresa sobre fórmulas ya conocidas y que han sido siempre el recurso del establishment para defender sus intereses al mismo tiempo que vuelcan todo el peso del ajuste sobre los sectores medios y populares, y el coqueteo con concesiones a ese mismo núcleo de poder económico corporativo. Sin dejar de señalar, sin embargo, que sus principales medidas (las que fueron de la reestatización de las AFJP a la asignación universal por hijo) siguen mostrando una voluntad de no plegarse a las decisiones de las grandes corporaciones y a los deseos, manifestados permanentemente por nuestros dueños del capital, de regresar a políticas neoliberales. El kirchnerismo se sigue expresando como anómalo y excepcional allí donde no se pliega a las demandas del poder de siempre.
Por un lado, la insistencia en la dimensión política como herramienta indispensable para pilotar la nave en una época de crisis, señalando que se trata de ser consecuentes con un rumbo, con un destino que debe ir más allá de las determinaciones del día a día; por el otro lado, la reducción, en ocasiones más que significativas, de esas decisiones políticas a un pequeñísimo núcleo que elude sistemáticamente la dimensión previa, explicativa, de aquello que se va a decidir hacer.
No hay política en un sentido emancipatorio si no se busca recrear base de sustentación social, si no se intenta desabroquelar la lógica de las decisiones llevándolas al terreno de lo público democrático. El gobierno de Cristina Fernández se mueve, como lo ha hecho a lo largo de estos arduos meses de un año inolvidable por sus intensidades y sus desafíos, en el interior del laberinto argentino mostrando, muchas veces, que se orienta hacia la salida y, otras, que no hace más que perderse en su interior, en especial cuando regresa sobre un decisionismo encriptado.
Aunque uno de sus principales méritos no ha sido otro que reinstalar la imprescindible dimensión de la política a la hora de imaginar otro país generando, como no se veía desde los primeros años del gobierno de Alfonsín, un retorno de la escena pública y de sus conflictos como el verdadero y genuino ámbito de la democracia.
http://www.elargentino.com/nota-75244-La-politica-en-su-laberinto.html