19 jul 2010

Ser anticlerical en la Argentina Por: Roberto Di Stefano, Historiador. Autor de Ovejas Negras, historia de los anticlericales argentinos.

Contra lo que ha sostenido la historiografía católica, el anticlericalismo no llegó a estas playas de la mano de extranjeros durante el impío siglo XIX. Algunas de sus manifestaciones pueden detectarse incluso en época colonial, y quienes lo abrazaron fueron por lo general tan criollos como el que más. Los motivos para ser anticlerical eran numerosos. Los había de carácter social –la imagen del cura zángano que vive a costa de sus fieles–, relativos a las relaciones entre los sexos –el cura que no tiene esposa y establece relaciones de sospechosa intimidad con las mujeres ajenas–, de tipo intelectual –el clero enemigo de la libertad de pensamiento– y de índole política –la Iglesia que se entromete en una esfera que no le incumbe–.
El anticlericalismo, además, cumplió funciones importantes para mucha gente: modeló identidades políticas, como las de algunos partidos o movimientos de izquierda; ofreció un espacio de diálogo entre personas provenientes de muy diferentes galaxias ideológicas y de también disímiles extracciones sociales, culturales y nacionales. Su época de auge fueron las décadas a caballo de los siglos XIX y XX, cuando se confundió con una fe inquebrantable en el progreso científico y con la causa de la laicidad. La ciencia conduciría a los hombres a una era áurea en que la luz de la razón iluminaría todos los aspectos de la vida social y pondría fin a las injusticias de este mundo. Para ello era necesario remover los obstáculos que el oscurantismo –la Iglesia, tal vez la religión misma– podía oponer a esa marcha.
De allí que los anticlericales abrazaran la causa de la laicidad, es decir, la sustracción al dominio eclesiástico de ciertas instituciones o funciones que había controlado hasta entonces: la educación, el registro civil, el matrimonio, los cementerios. Aunque no todos los defensores de la laicidad son anticlericales, los anticlericales militan siempre en las filas laicistas. Pero el anticlericalismo no es una mera expresión política, aunque actúe en ese plano en ciertas coyunturas. Sus motivaciones más profundas deben ser buscadas en otra esfera. ¿En cuál? En buena medida, en la de la religión misma. Si hay algo que no puede decirse de los anticlericales es que sean indiferentes en materia religiosa: en muchos casos padecen más bien de una especie de manía por todo lo que la concierne. Los librepensadores argentinos renegaron de toda fe religiosa, pero colocaban a su doctrina como eslabón último de la milenaria historia de las religiones. Sustituyeron el calendario católico con otro que comprendía otras fiestas sagradas, como el 14 de julio –toma de la Bastilla en 1789– y el 20 de septiembre –entrada de las tropas italianas en Roma en 1870–. Tuvieron sus propios santos –Copérnico, Spinoza, Descartes, Voltaire, Rousseau, Rivadavia, Darwin, Comte, Víctor Hugo, Zolá, Sarmiento, Spencer– y sus mártires del librepensamiento –Giordano Bruno, el Chevallier de la Barre, Michel Servet, Francisco Ferrer–. Para sustituir los ritos católicos crearon otros, suertes de sacramentos laicos que fungían como ritos de pasaje: desde contrabautismos hasta matrimonios y funerales civiles.
¿Es el anticlericalismo un resabio del pasado? No, por cierto: el debate público en curso en torno del matrimonio gay dio lugar a nuevas expresiones suyas. Las paredes de las iglesias amanecen a veces con pintadas elocuentes: “la única Iglesia que ilumina es la que arde”, “quiten sus rosarios de nuestros ovarios”, “Iglesia cómplice”. Sin embargo, desde mediados del siglo XX el anticlericalismo político ha perdido poder de movilización, debido a varios factores. Entre ellos se cuentan la renovación conciliar católica, que volvió anacrónicos algunos de sus tópicos, y el debilitamiento de la fe en la ciencia y en la razón. Pero también el lugar privilegiado que la Iglesia ocupa en el imaginario nacional y en su vida institucional, resultado en parte de las sucesivas crisis políticas y económicas que en el último medio siglo han golpeado a nuestra sociedad. Así, hoy los argentinos confían más en la Iglesia que en su clase política, que no raramente apela a la religión para compensar sus carencias de legitimidad: lo hemos visto durante la crisis del 2001, cuando se acudió al episcopado para legitimar el “Diálogo argentino”. Pero no es improbable que el anticlericalismo vuelva a hacer flamear sus banderas si la causa laica reanuda su sagrado combate.
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